sábado, 12 de julio de 2025

Me reconcilie con M + historia

 Bueno como no todas las peleas duran para toda la vida, y gracias a solucionar las diferencias M y yo volvemos a ser amigos :D (solo amigos :D) y bueno con ganas de escribir y gracias a una peticion de M aqui les tengo una historia que espero les guste :D no es en mi zona de confort porque quien me conozca o haya leido mi blog sabe que la transformacion no me gusta, pero bueno saldre un poco de esa zona para traeles esta historia


Quién diría que todo esto empezó por una pelea de esas que se sienten importantes solo mientras duran. Un mes sin Siesta fue raro. Extrañaba sus mensajes, sus bromas absurdas y hasta sus desafíos tontos. Al final, fue ella quien, con un simple gesto —compartiendo mi problema de copyright en el grupo— me dio el pretexto para regresar.

Le escribí, tragándome el orgullo. El chat fue largo, cargado de disculpas y promesas exageradas. Incluso le dije: “haría lo que fuera para que me perdones”.

Y ella, claro, no dejó pasar la oportunidad.

—¿De verdad lo que sea? —me preguntó, con ese tono entre broma y reto que solo Siesta maneja.

—Lo que sea —le contesté, más por inercia que por valentía.

Su respuesta fue inmediata.
—Tengo un experimento. No te asustes, no es intercambio de cuerpos ni nada así… es algo más original. Vamos a cambiar de género. Solo por un mes. Yo seré chico, tú serás chica. Cada quien seguirá siendo quien es, pero con con los generos cambiados, ¿te atreves?

Me reí. Admito que la idea me sonó ridícula al principio, pero la curiosidad pudo más que la vergüenza. Además, ¿qué tan grave podía ser?
—Va, acepto. ¿Qué tengo que hacer?

El ritual tenía todo el sello de Siesta: música rara de fondo, frases en falso latín, instrucciones absurdas (terminé usando una bufanda vieja para “atrapar la energía” o algo así). Entre risas y bromas, la atmósfera se fue poniendo extraña.

Hasta que el silencio cayó de golpe.
Sentí una especie de escalofrío, como si algo dentro de mí se estuviera reajustando. Una presión en el pecho, un cosquilleo en la piel.
No era doloroso, pero sí imposible de ignorar.

Cuando abrí los ojos, supe de inmediato que algo había cambiado. La camiseta se sentía distinta mas apretada, la voz que escapó de mi boca era suave y desconocida. El cabello, ahora largo, me rozaba los hombros y la espalda.
Busqué un espejo. Lo primero que vi fue una cara que reconocía solo en los gestos y la mirada. El resto era… nuevo. Más suave. Más femenino. No podía apartar la vista. Si alguna vez me imaginé cómo sería como chica, estaba seguro de que jamás habría acertado.

Un mes, pensé, con el corazón acelerado.
Un mes así.
Un mes para ver el mundo desde otra piel.

Le escribí a Siesta, intentando sonar aburrido:
—Esto va a ser un fastidio…

Pero por dentro no podía dejar de sonreír, ni de mirar mi reflejo.

Ahora tenía la figura de una mujer alta y espectacularmente atractiva, el tipo de belleza que no se puede planear ni imaginar; simplemente sucede si naces con la mejor suerte genética. Mi rostro se veía mucho más suave, elegante y afilado, pero sin perder esos gestos que siempre reconocía como míos. La piel parecía de porcelana.
Mis labios eran llenos y sensuales, los ojos grandes, brillantes y un poco felinos, enmarcados por pestañas largas y perfectamente arqueadas. La expresión—la mía, pero ahora mucho más traviesa y segura—era suficiente para descolocar a cualquiera.

El cabello era largo, liso y de un castaño profundo, cayendo con elegancia sobre los hombros y la espalda, moviéndose suave cada vez que giraba la cabeza.
La ropa ajustada en mis nuevos atributos y holgada en otros lugares acentuaba aún más las nuevas curvas: la cintura estrecha, el busto grande, imposible de ignorar bajo el escote pronunciado—y unas manos delgadas que temblaban al tocar la tela.

Miré más de cerca, pasando los dedos por el rostro, el cuello, la clavícula. Todo se sentía diferente, nuevo, y a la vez… propio. Una parte de mí no podía creer que ese era mi reflejo real, como si una versión oculta hubiera estado esperando todo este tiempo para salir.

No pude evitar sacar el celular, abrir la cámara en modo selfie y mirarme de nuevo, esta vez con más detalle, probando gestos y sonrisas. Cada movimiento, cada expresión, parecía tener una confianza que yo nunca había sentido.

—¿Así me vería si hubiera nacido mujer? —susurré, probando la voz suave, completamente nueva, mientras el corazón me latía tan fuerte que tuve que sentarme un momento.

Mandé la selfie a Siesta, agregando solo un mensaje:
“¿Y ahora qué se supone que haga con esto…?”

Pero la verdad era que no quería dejar de mirarme.
Y, aunque nunca lo admitiría en voz alta, por primera vez me sentí completamente fascinado por mi propia imagen.

Me senté en el borde de la cama, el celular aún encendido en la mano, y vi que Siesta respondió casi de inmediato. Un simple “wow”, así, sin más. Pero la verdad, ni lo leí en ese momento—mi atención estaba completamente secuestrada por mi propio reflejo, por cada nueva sensación recorriendo mi cuerpo.

Toqué mi rostro primero, casi con incredulidad. Las mejillas suaves, el mentón fino, el contorno de los labios, cada detalle era fascinante y desconcertante. Pasé los dedos por mi cuello, sintiendo la piel cálida, la clavícula más pronunciada y elegante, el pulso acelerado. Probé la voz de nuevo, repitiendo mi nombre en voz baja, notando la cadencia femenina, la vibración distinta en el pecho.

Luego me puse de pie y miré mi silueta de cuerpo entero. Me giré a un lado y al otro, maravillado por cómo la ropa caía diferente, por el peso y la forma de mi cuerpo, por la manera en que las curvas se dibujaban bajo la tela.
Moví el cabello, lo solté por completo, lo pasé de un lado al otro solo para sentir el efecto en los hombros y la espalda.

Levanté una mano, observando los dedos largos, las uñas bien formadas, la piel increíblemente suave.
Me atreví a rozar el escote, a tantear con timidez la nueva forma de mi pecho. El tacto era extraño y excitante, como si todo mi sistema nervioso estuviera sintonizado en una frecuencia diferente. Me reí bajito, sorprendido por lo musical de mi risa.

Caminé por el cuarto solo para sentir el movimiento, el cambio de peso, la ligereza en la cintura, el balanceo natural al andar. Cada sensación era nueva y a la vez hipnótica, como descubrirme a mí mismo por primera vez.

El teléfono vibró otra vez, pero lo dejé sobre la cama, completamente ajeno a Siesta, al chat y a todo lo demás. Por un momento, solo existíamos yo y mi reflejo, una especie de burbuja privada donde la sorpresa y la fascinación lo llenaban todo.

No sabía cuánto tiempo pasé ahí, pero no importaba. El mundo podía esperar.
Tenía demasiado que explorar antes de pensar en cualquier otra cosa.

El tiempo se volvió difuso dentro de mi cuarto, pero cada segundo era una explosión de sensaciones que no podía ignorar. Mi cuerpo me llamaba como un imán, y no podía dejar de tocarlo, de explorarlo, de saborearlo. Las yemas de mis dedos se deslizaron por mi cuello, sintiendo cómo el pulso acelerado resonaba bajo la piel, como si mi corazón quisiera escapar. Cada roce era una chispa, un pequeño fuego que se encendía y se propagaba por mi interior.

Pasé mis dedos por mis labios, sintiéndolos más suaves, más llenos, como si hubieran sido creados para esto. Mi lengua los rozó, probando su sabor, antes de que mi mano descendiera lentamente por mi torso. Los músculos tensos, la piel tan suave, tan nueva, tan mía. Me detuve en mi pecho, donde el peso y la suavidad de mis senos me dejaron sin aliento. Respiré profundo, sintiendo cómo se elevaban y caían, cómo se movían con cada inhalación. Fui más allá, explorando cada curva, cada rincón que antes nunca había sentido.

Mi mano siguió bajando, más y más, hasta que encontré el calor entre mis piernas. Dios. La sensación fue eléctrica, un choque de placer que me hizo arquear la espalda. Mis dedos se deslizaron suavemente, explorando, tanteando. Tan cálido, tan húmedo, tan listo. No pude evitar gemir cuando los dedos se hundieron un poco más, sintiendo cómo mi cuerpo respondía, cómo se cerraba alrededor de ellos. Era como si cada parte de mí estuviera conectada, sincronizada para este momento.

Mis movimientos se volvieron más decididos, más rápidos. Cada roce, cada presión, cada pequeño gesto era una nueva onda de placer que me inundaba. Mi respiración se volvió entrecortada, jadeante, mientras mi cuerpo se tensaba y relajaba al ritmo de mis manos. Podía sentir cómo el calor se acumulaba en mi interior, cómo cada fibra de mi ser se preparaba para la explosión que estaba por venir.

Me miré en el espejo, viendo cómo mi rostro se contorsionaba en una mueca de placer puro. Mis ojos estaban entrecerrados, mis labios entreabiertos, mi cuerpo arqueado hacia adelante. Mis manos no paraban, no podían parar. Quería más, necesitaba más. El pulso de mi cuerpo se intensificó, cada vez más rápido, más fuerte, hasta que finalmente, exploté. Una ola de placer me atravesó, haciéndome gritar, sacudiéndome de pies a cabeza. Mi cuerpo tembló, mis piernas cedieron, y me apoyé contra la pared, tratando de recuperar el aliento.

Cuando finalmente llegué al límite, me dejé caer. El placer fue aún más intenso, aún más profundo. Mis gritos resonaron en el baño, mezclándose con el sonido del agua corriendo. Mi cuerpo se sacudió, tembló, antes de finalmente relajarse, completamente agotado.

Dejé el baño con el corazón a mil, la cabeza llena de pensamientos y sensaciones nuevas. Me senté en la cama, todavía sin procesar del todo lo que estaba viviendo. Cerré los ojos y me permití recostarme, abrazando una almohada, sintiendo cómo el cansancio y la emoción se mezclaban hasta hacerme sonreír sin poder evitarlo.

No sé exactamente cuánto tiempo pasé así, solo que mis manos siguieron explorando, tanteando, tocando y volviendo una y otra vez a los mismos lugares como si no quisiera olvidar ni un detalle de esa experiencia. El ritmo de mi respiración se volvió lento, profundo, y la sensación de satisfacción fue tan intensa que no necesitaba palabras para entenderla.

Finalmente, el sueño me venció. Me quedé dormido boca arriba, el cabello esparcido sobre la almohada, la sonrisa todavía en el rostro y el cuerpo envuelto en una paz extraña y cálida, como si por fin hubiera encontrado algo que siempre me había hecho falta y que nunca supe que estaba buscando.

Esa noche, dormí como nunca.

Los días pasaron volando. Era como si hubiera entrado en una burbuja aparte del mundo, donde solo existía yo, mi cuerpo nuevo y un sinfín de posibilidades abiertas frente al espejo.

La primera mañana fue pura euforia. No quería ni podia vestirme con nada de lo que había en el armario: todo parecía ajeno, inapropiado, una reliquia de un “yo” que ya no encajaba. Así que, sin pensarlo demasiado, salí a la calle con la ropa más neutra que encontré, los nervios vibrando de emoción bajo la piel.

Ese primer paseo por las tiendas fue como una fantasía hecha realidad. Recorrí pasillos enteros solo mirando, probándome de todo: tacones altísimos, botas de charol, blusas ceñidas, camisas de botones, trajes elegantes de corte femenino. Me reí ante los espejos de los probadores, girando sobre los tacones, ajustando las solapas del saco, maravillado por lo bien que los pantalones de vestir realzaban mi figura. Ni una falda pasó por mis manos. Yo quería ser ese tipo de mujer: elegante, fuerte, imponente. Femenina sí, pero a mi manera.

Volví a casa con varias bolsas llenas de ropa nueva y, la misma noche, me aventuré a hacer algo aún más atrevido: teñirme el cabello de blanco. Frente al espejo, mezclando los productos y viendo el castaño transformarse en un plateado brillante, sentí que cruzaba una línea invisible: ya no era un experimento, ya no era “temporal”. Me estaba convirtiendo en la versión de mí mismo que siempre había querido ver reflejada.



Pasé horas peinándome, probando maquillajes sencillos, perfeccionando una mirada segura y casi desafiante. Los selfies se multiplicaban en el teléfono; a veces me reía solo de pensar que, si alguien me hubiera dicho cómo iba a disfrutar todo aquello, jamás lo habría creído.

Día tras día, cada detalle nuevo era motivo de asombro. El sonido de los tacones sobre el piso. El cosquilleo del cabello blanco sobre el cuello. La sensación poderosa de ajustarse un saco entallado y verse en el espejo con esa mezcla perfecta de elegancia, sensualidad y fuerza.

Durante toda esa semana, el mundo real —mensajes, notificaciones, compromisos— dejó de existir. Yo era mi propio universo, y por primera vez en mucho tiempo, sentía que realmente podía ser cualquier cosa que soñara.
Por fin era, literalmente, la mujer en la que siempre quise convertirme.

Después de días de probar ropa, experimentar con mi imagen y verme cada noche con una sonrisa boba en el espejo, me di cuenta de que quería más. No me bastaba con ser esta versión mía frente a la pantalla: necesitaba salir al mundo, presumir mi nuevo cuerpo, ser mirada, admirada… deseada, como tantas veces lo había soñado desde fuera.

Sin pensarlo demasiado —solo con el corazón acelerado y la idea fija de cumplir esa fantasía— reservé unas vacaciones a la playa. Fue un golpe al bolsillo, lo sabía, pero también un regalo merecido, la oportunidad de vivir una experiencia que jamás pensé que sería mía.

Antes de partir, invertí lo que quedaba de mis ahorros en bikinis atrevidos, pareos cortos, gafas enormes y un bloqueador solar con aroma a coco. También elegí algunos conjuntos “gal”: sandalias de plataforma, vestidos cortos y blusas con transparencias, porque esta vez no pensaba esconderme.
Quería ser una “gal”, bronceada, luminosa, explosiva, como esas chicas de manga japonés que veía de adolescente y que, en el fondo, siempre quise ser. Ahora, por primera vez, podía permitirme el lujo de intentarlo.

El primer día en la playa fue pura adrenalina.
Al bajar del taxi y sentir el sol en la piel —en mi piel, suave, blanca, lista para dorarse—, tuve que contener una risa emocionada.
Me vestí en el hotel con un bikini blanco y un pareo rosa, me puse las gafas grandes y bajé a la arena. El aire cálido, la brisa, la textura de la arena entre los dedos, todo se sentía doblemente intenso. Caminé despacio, balanceando las caderas, sintiendo miradas recorrerme de arriba abajo, y por primera vez disfruté sin culpa de cada una de ellas.
Sentí que todos mis sentidos estaban al máximo: el olor del mar, el sabor de la sal, la luz del sol en el cabello blanco, los reflejos en mi piel cada vez más dorada.

No podía dejar de sonreír, de moverme con coquetería, de buscar excusas para estirarme en la toalla, dejar que el sol hiciera su trabajo y mirar de reojo a quienes me miraban.
Me pedí un trago dulce, me puse música, saqué selfies —cientos— y pensé que la vida, por fin, podía sentirse así de perfecta.

Ese primer día fue solo el principio.
Quería aprovechar cada minuto, cada rayo de sol, cada mirada.
Por fin, me estaba convirtiendo en mi propia heroína de verano.

La segunda semana en la playa fue completamente distinta.
Ya no era solo el placer de ser mirada, la coquetería, el ego acariciado por los halagos. Pronto, la curiosidad por mi nuevo cuerpo y por las reacciones de los demás empezó a volverse algo más intenso, más carnal.

Al principio, los flirteos eran inocentes: un cruce de miradas en la piscina, una charla ligera en el bar del hotel, algunos tragos a cortesia de hombres que se miraba de lejos que me quierna llevar a su cama, risas fáciles, comentarios atrevidos de desconocidos que, por primera vez, no me molestaban. Sentí lo poderosa que podía ser una sonrisa, un simple cruce de piernas, una mirada prolongada, el solo juntar mis pechos con mis brazos y dejar ver mi escote me conseguia alcohol gratis.
Pero también, inevitablemente, lo vulnerable.
Me descubrí nervioso al notar lo fácil que era llamar la atención, cómo el deseo de otros —su energía, sus palabras, incluso la forma en que sus cuerpos me rodeaban en una fiesta— podía volverse algo tangible.
Era distinto. Como chico, siempre me sentí en control, seguro de mi espacio, incluso dominante. Ahora, en cambio, la fuerza física ajena era una presencia real, una amenaza disfrazada de caricia, de risa, de invitación. Y eso me asustó.

Sin embargo, ese miedo tenía un reverso fascinante.
Había algo excitante, casi embriagador, en dejarse llevar, en permitir que otros marcaran el ritmo, en aceptar —por primera vez— esa fragilidad y ese poder suave que viene de ser deseada, de ser la presa y no el cazador.
No supe cómo, ni cuándo exactamente, pero una noche dejé de resistirme.
Me dejé llevar por la música, por las manos ajenas que me buscaban en la pista de baile, por la sensación de ser guiada, rodeada, protegida y al mismo tiempo expuesta.

No fue solo la atracción, fue el asombro ante lo que mi cuerpo femenino podía sentir, cómo se encendía ante los estímulos, cómo respondía de formas nuevas, desconocidas, deliciosas.
Me descubrí cómoda —quizás demasiado— en ese papel de vulnerabilidad, disfrutando el vértigo de no tener el control, de dejarme llevar, de ser un poco menos yo y un poco más instinto.

Al volver al hotel, tarde, cansada, aún con el perfume ajeno pegado a la piel, me tumbé en la cama con el corazón latiendo fuerte, los labios hinchados, las piernas temblando de una manera que jamás había experimentado antes.
Era miedo, sí, pero también una alegría oscura y profunda, una libertad nueva que me hacía querer más.

Por primera vez, entendí que ser mujer —ser deseada, ser tocada, ser vulnerable— podía ser tan adictivo como peligroso.
Y, aunque me costaba admitirlo, la sensación de no tener el control me gustó… mucho más de lo que alguna vez creí posible.

La última noche en la playa, la sensación de fin de ciclo flotaba en el aire. Todo el día, mientras el sol caía lento sobre la arena y la piel bronceada brillaba bajo la luz naranja, supe que quería llevar la experiencia hasta el límite, cruzar la frontera que aún me separaba del resto del mundo… y de mí misma.

La decisión no fue racional, fue un impulso —una mezcla de curiosidad, deseo y una extraña necesidad de completar la transformación. Esa noche me arreglé con esmero: elegí mi conjunto favorito, maquillaje impecable, el cabello blanco cayendo libre, una fragancia dulce en la piel. En el bar del hotel, la conversación fluyó fácil, las risas se volvieron miradas largas, las caricias cada vez más atrevidas.

No hubo dudas ni culpa.
Me dejé guiar, me permití ser deseada y, por primera vez, me entregué por completo a la experiencia. Cada toque, cada susurro, cada gemido me revelaba algo nuevo sobre mi cuerpo, sobre el placer femenino, sobre el vértigo de confiar y dejarse llevar hasta el final. Me sorprendió lo intenso, lo delicado y lo salvaje que podía sentirse todo al mismo tiempo.
La vulnerabilidad no era debilidad, sino una fuerza nueva, extraña y profunda.
Esa noche, sentí que finalmente había entendido quién era —o quién quería ser— en esta piel.

Desperté tarde, envuelta en sábanas suaves y en unos brazos desconocidos pero cálidos. Mi acompañante dormía aún, con una expresión satisfecha. Yo me giré y contemplé el techo, la luz del sol filtrándose por la ventana, el leve dolor dulce entre las piernas, la paz absoluta en mi pecho.

Por primera vez, no pensé en el regreso, ni en la fecha límite.
No quería dejar esa forma nunca. No quería dejar de ser yo, así, completa, libre y llena de vida.

Me miré en el espejo antes de ducharme y sonreí.
No era solo el cuerpo: era la persona en la que me había convertido.
Y, con una certeza inesperada y emocionante, supe que, si pudiera, elegiría quedarme así para siempre.

El regreso a mi departamento fue completamente diferente a como lo había imaginado semanas atrás. Ahora, al mirarme de cerca en el gran espejo del recibidor que compre por vanidad, no sólo veía una mujer hermosa, alta, de cabello blanco y rasgos llamativos—veía, finalmente, a la “gal” que tantas veces soñé ser y que sólo existía en mis pensamientos, o en esos mangas y fanarts que atesoraba en secreto.

El cambio era total, pero lo más sorprendente era que ya no me sentía extraño ni impostor: era yo, perfectamente en mi piel, tan cómoda y orgullosa de mi reflejo que las viejas inseguridades habían desaparecido.
Ese nuevo amor propio trajo también una chispa creativa: cuando me senté frente a la laptop para escribir una nueva historia para el blog —relatos de cambios de cuerpo, posesiones y fantasías de transformacion—, me di cuenta de que ya no quería usar imágenes de internet. Por primera vez, tenía la modelo perfecta al alcance de la mano: yo misma.

Pronto, cada nuevo relato llevaba mi rostro, mis selfies posando con una sonrisa traviesa en topless, el cabello blanco cayendo sobre los hombros, las uñas pintadas, la expresión coqueta que tanto trabajo me costó practicar en el espejo.
Las historias brillaban de otra manera—se sentían más reales, más auténticas, y lo mejor de todo eran los comentarios:
“¿Quién es la modelo?”
“¡Qué transformación!”
“Jamás imaginé que pudieras verte así…”
Recibía halagos, preguntas, propuestas, incluso mensajes de gente que quería saber cómo había logrado ese “milagro”.

Entre risas, respondía siempre la verdad:
—Soy yo. Fui chico, ahora soy mujer. Así, literal. Un cambio de género, un poco de magia y mucha curiosidad.

Mis amigos primero dudaron, luego se asombraron, y finalmente aplaudieron mi nueva vida.
Me sentía por fin protagonista de mi propia historia: la chica gal que siempre quise ser, la autora de sus propias fantasías, la musa y el modelo de su blog.
Y, sobre todo, por primera vez, realmente feliz con quien era—por dentro y por fuera.

Pero el lunes siguiente, la realidad me golpeó como un tubo de acero frío. Había olvidado, por completo, que todo esto era solo temporal.

Esa mañana, al despertar, la inercia me llevó directo al espejo… pero lo que vi no fue a la chica gal que tanto había amado. No.
Era yo, otra vez, en mi forma masculina.
La piel seguía bronceada, el cabello blanco seguía ahí —ahora imposible de ignorar—, pero en mi cuerpo de chico se veía… ridículo. Casi patético, como si la magia se hubiera esfumado y solo quedaran los restos de un sueño imposible.

Por un momento me sentí fuera de lugar en mi propia habitación, incapaz de reconocerme en ese reflejo torpe, como si me hubieran arrancado la piel nueva que ya era mía. Recordé de golpe a Siesta, el ritual, el trato… y también que la había dejado en visto durante días, completamente perdido en mi nueva vida, sin pensar nunca en el final.

Con el estómago encogido, tomé mi teléfono…

Abrí el teléfono y vi una avalancha de mensajes sin leer, todos de Siesta.
Había textos, emojis y hasta mensajes de enojo creciente:

“¿M? ¿Todo bien?”
“¿Ya te adaptaste o qué?”
“¿Piensas ignorarme ahora que eres chica?”
“¿O ya ni tienes tiempo para mi?”

Luego, el tono cambió:
“Ya, dime algo, aunque sea una foto, un meme, lo que sea…”
“¿Tan feliz estabas con tu cuerpecito nuevo que ni para saludarme?”

Me di cuenta de lo mal que había estado: nunca respondí, nunca le conté nada de mi experiencia, la dejé fuera de toda esa aventura… y ahora, que la magia se había ido, me sentía vacío.

Escribí, desesperado:

—Siesta, perdón. Sé que estuve mal. Todo fue tan intenso… no pensé en nada más. Pero ahora, ahora que se acabó… no quiero volver a ser hombre, no puedo. Por favor, dime que podemos volver a hacer el ritual. ¡Te lo suplico!

Ella respondió casi al instante, con una frialdad nueva:

—¿Ah, sí? ¿Ahora sí tienes tiempo? ¿Ahora sí te acuerdas de mí, solo porque te duele no ser la chica bonita otra vez? Yo aquí, esperando aunque sea una señal tuya, y nada.
—¿Y ahora vienes a rogarme solo porque no soportas tu vida de siempre?

Yo supliqué, casi sin dignidad:

—Siesta, en serio, haría lo que fuera. No quiero esto, no quiero seguir así. Por favor, déjame volver a ser mujer.
—Te lo ruego, haré lo que me pidas.

Pasaron unos segundos eternos.
Entonces llegó su mensaje, tan seco como definitivo:

—¿Estás seguro?

Sin pensarlo, respondí:

—Sí. Haré lo que sea.

Y me quedé mirando la pantalla, esperando el destino, sabiendo que ahora, todo dependía de ella.

El mensaje de Siesta no tardó en llegar.
No era largo, pero tenía todo lo que podía esperar de ella: su voz de mando, un guiño de peligro y una propuesta imposible de ignorar.

—Está bien. Si tanto lo deseas, haré que el cambio sea permanente.
Volverás a ser tu versión femenina, esa que tanto amas…
Pero a cambio tendrás que venir hasta donde estoy.
Tengo algo en mente: desde hace tiempo me dio curiosidad, así que, si aceptas, deberás ser mi sumisa. 7u7

Sentí que la respiración se me cortaba. La idea era absurda, peligrosa, emocionante y completamente Siesta.
El corazón me latía a mil. Me imaginé, por un segundo, otra vez en mi cuerpo femenino, de nuevo gal, libre, hermosa… pero ahora, bajo las reglas y los caprichos de Siesta.

No dudé, ni siquiera por un segundo.
La respuesta se escribió sola, los dedos temblando sobre la pantalla:

—Acepto.
Dime dónde y cuándo.

No sabía qué me esperaba, pero sí sabía una cosa:
haría cualquier cosa por volver a ser yo…
y, por primera vez, estaba dispuesto a dejarme llevar hasta el final.

El viaje fue eterno.
Seis horas en autobús a la Ciudad de México y luego media hora en taxi, cada minuto cargado de incomodidad. Me veía y me sentía ridículo: mi cabello corto, teñido de blanco, el bronceado dorado que en mi piel masculina lucía fuera de lugar, casi grotesco. Las uñas postizas, los aretes largos… todo era un recordatorio de la semana anterior, de la vida que había perdido.
Era como si llevara un disfraz que ya no tenía sentido. Ni siquiera podía mirarme en los reflejos de las ventanas del camión sin sentir ese vacío, esa desesperación.

Cuando por fin el taxi me dejó en la dirección que Siesta había mandado, sentí que el corazón me latía en la garganta.
Me bajé cargando mi mochila, intentando no pensar en lo torpe que debía verme: un chico con detalles femeninos, la sombra de la chica gal que había sido y que tanto añoraba.

El edificio era discreto, una fachada gris, anónima, igual a cientos en la ciudad. Marqué el número de departamento con los dedos temblorosos.
La voz de Siesta respondió al portero eléctrico, seca, pero con un dejo de diversión en el fondo:

—Sube. Piso cuatro, puerta azul.

Tomé el ascensor y cada piso se sintió más pesado que el anterior.
Por fin, el pasillo, la puerta azul, el timbre.
Esperé, respirando hondo, sintiéndome aún más patético y pequeño.

La puerta se abrió y por un momento sentí un salto en el pecho.
Ahí estaba Siesta, de nuevo en su forma femenina. Bajita, delicada, con ese aire travieso y una sonrisa casi felina curvando sus labios. Se veía perfecta, perfectamente cómoda en su piel, justo lo opuesto a mí.

Me miró de arriba abajo, deteniéndose en mi cabello blanco y corto, el bronceado absurdo en mi piel masculina, las uñas y los aretes. El contraste era tan brutal que sentí aún más ganas de desaparecer o, mejor aún, de volver a ser quien realmente quería.

Siesta se apoyó en el marco de la puerta, cruzando los brazos, dejando que el silencio me hiciera retorcerme un poco antes de hablar.

—Vaya, así que viniste —dijo al fin, su voz suave pero llena de malicia—. ¿Sigues seguro? ¿De verdad quieres que cambiemos de género... permanentemente?

No dudé ni un segundo.

—Sí. Por favor, Siesta… quiero volver a ser mujer.

Su sonrisa se hizo aún más pícara, sus ojos brillaron, y sentí que, por dentro, ya estaba jugando conmigo como un gato con un ratón.

—¿De verdad sabes lo que significa ser “sumisa”? —preguntó, casi en susurro, acercándose un paso—. No estoy hablando de un juego, ¿eh? Hablo en serio.

Me sentí tragar saliva, el pulso acelerado, la vergüenza y el deseo mezclándose en mi cara.
—Lo sé. —Contesté, mi voz apenas un hilo—. Lo que sea. Hazme lo que quieras, pero devuélveme mi yo mujer. Por favor…

Siesta sonrió aún más, peligrosamente dulce, y por un segundo creí que de verdad iba a saltar sobre mí como un gato hambriento.

—Entonces prepárate. Hoy aprenderás a obedecer de verdad.

No podía dejar de mirarla. No podía dejar de desear el cambio, ni de temblar ante lo que vendría.
Había cruzado el umbral, y ya no había vuelta atrás.

La sonrisa de Siesta se volvió aún más exigente cuando habló:

—Antes de cualquier cosa, quiero una prueba. Quiero ver que de verdad vas a cumplir lo que prometiste.

No me lo pensé dos veces. Caí de rodillas frente a ella, sintiéndome pequeño, vulnerable, pero también completamente decidido.
Por un instante, vi cómo sus ojos brillaron con una mezcla de triunfo y ternura.

—Eso está bien —murmuró, y me hizo un gesto para que me sentara frente a ella, justo en medio de la sala.

Se sentó enfrente, tan pequeña y elegante, y luego levantó ambas manos. Cerró los ojos y empezó a recitar un hechizo en un latín tan torpe, tan improvisado, que por un momento tuve que morderme la lengua para no reír. Pero el poder estaba ahí, flotando en el aire, creciendo con cada palabra absurda.

—Corpus femina… mutatio… Siesta style… revertio permanens… —pronunció, y de pronto, en un parpadeo, sentí el ya conocido cosquilleo recorrerme de pies a cabeza.
En un abrir y cerrar de ojos, la habitación pareció sacudirse, la luz cambió, mi piel se estremeció.

Cuando miré al frente, Siesta estaba ahí, pero ahora en su forma masculina, fuerte y sonriente, mirándome con una satisfacción orgullosa.

Bajé la mirada a mis propias manos, sintiendo de nuevo la suavidad, la forma estilizada de mis dedos, el cabello largo rozándome la espalda, el peso —adorado, inconfundible— en el pecho. Me abracé, notando cómo todo volvía a estar en su sitio, perfecto.

Era mi yo mujer, mi versión completa, poderosa, desbordante de vida y feminidad.
Una euforia inmensa me llenó, me subió a la cabeza y no pude evitarlo: sonreí, como un niño en Navidad, sintiendo que por fin, todo era real y permanente.

Me giré hacia Siesta, la alegría desbordando en cada palabra:

—¡Gracias! No sabes lo feliz que me haces… Te juro que no te voy a fallar.

Por fin, volvía a ser quien realmente quería ser. Y ahora, el trato estaba sellado.

La felicidad me desbordaba, casi quería gritar de alegría, abrazar a Siesta, saltar por toda la sala. Por fin era yo otra vez, y por fin era permanente. No podía dejar de sonreír, de mirarme las manos, de sentir el cabello largo cayendo en cascada por la espalda. Era tan irreal… y al mismo tiempo, lo más real que había sentido nunca.

Pero entonces la vi.
La expresión de Siesta había cambiado.
Ahora su sonrisa era más oscura, peligrosa, casi perversa. Sus ojos brillaban con una intensidad que no había visto antes, como si de pronto ella fuera otra persona… o, mejor dicho, hubiera decidido dejar ver una parte de sí misma que antes solo asomaba en broma.

Se inclinó hacia mí, cruzando la habitación con paso seguro, y su voz, grave y suave a la vez, me hizo estremecer.

—Bueno… pero sabes que al ser mi sumisa, eres mía, ¿verdad?
Así que creo que deberíamos empezar con la sumisión… ¿no crees? —me susurró, la boca peligrosamente cerca de mi oído.

La frase me heló la sangre. Un escalofrío recorrió mi columna.
Pero, extrañamente, ese mismo miedo encendió algo dentro de mí: la misma emoción que había sentido en la playa, esa mezcla de vértigo, ansiedad y ganas de entregarme por completo.

No podía decir nada, solo asentí, con la respiración contenida y el corazón latiendo enloquecido.
Sabía que la euforia del regreso no era nada comparada con lo que me esperaba ahora.
Y, aunque me costaba admitirlo, no había nada que deseara más que ver hasta dónde llegaría con Siesta… y hasta dónde ella me haría llegar.

Siesta, ahora en su forma masculina, se había transformado en alguien completamente distinta, y aun así… seguía siendo ella. Era más alta que antes, pero seguía midiendo al menos diez centímetros menos que yo. Y, sin embargo, al estar tan cerca, sentí que el tamaño ya no importaba.
Había algo en su actitud, en la manera en que usaba su cuerpo, en la seguridad con que se movía y me miraba, que me hizo sentir pequeñita de nuevo, a pesar de mi altura.

Tal vez era su experiencia: toda una vida siendo mujer, sabiendo lo que provoca, entendiendo lo que significa rendirse, cómo se mueve el deseo y el poder en esos juegos de entrega. Ahora, con esa masculinidad recién adquirida, parecía haber encontrado el equilibrio perfecto entre lo suave y lo dominante, lo tierno y lo firme.

Se acercó, me tomó del mentón con una sola mano y me obligó a mirarla a los ojos.
Su sonrisa era pura picardía.

—¿Sabes? Creo que me gusta mucho más así… —dijo con voz baja, tan tranquila que me erizó la piel—. No importa que seas más alta. Vas a aprender a obedecer, a dejarte guiar. Vas a ser mía.
¿Entiendes, preciosa?

La respuesta se atascó en mi garganta. Solo pude asentir, sintiéndome totalmente a su merced.
Me estremecí, mitad por miedo, mitad por una emoción tan intensa que ni siquiera podía nombrar.

—Bien —añadió, soltándome con delicadeza, pero sin dejar de controlar cada milímetro del momento—. Entonces vamos a empezar.

Y fue en ese instante, frente a ella, sabiendo que aunque yo era más alta, ella tenía todo el poder, que entendí que ese era el verdadero trato.
El verdadero intercambio.

El ambiente se volvió más denso, eléctrico.
Sentía cada latido en la punta de los dedos, cada respiración amplificada, esperando la próxima palabra, el próximo movimiento.
Siesta dio un paso atrás y me estudió con esa sonrisa ladina, la mirada penetrante y serena que no dejaba espacio para dudas.

—Bien, mi preciosa —dijo, con la voz ronca y grave que aún me parecía surrealista viniendo de ella—. Vamos a comenzar con algo sencillo.
Quiero verte arrodillarte bien. No como hace rato, desesperada… sino despacio, como si lo disfrutaras, como si estuvieras rindiéndote de verdad.

Se cruzó de brazos, inclinándose ligeramente sobre mí, midiendo mi reacción.
Yo tragué saliva.
Sentí la sangre subir a las mejillas y bajé la mirada, respirando hondo.

Esta vez, lo hice lento.
Me puse de rodillas frente a ella, sintiendo la tela de la ropa estirarse sobre mis muslos, los cabellos largos cayéndome al costado del rostro. No había prisa, ni vergüenza: solo una sensación cálida, dulce, y una extraña paz en aceptar el papel.
Levanté la mirada, buscando su aprobación.
Me sentía… hermosa, dócil, y completamente suya.

Siesta se agachó a mi altura, tomando mi barbilla entre los dedos, la mirada suave y dura a la vez.

—Eso es. Así me gusta —susurró, con una ternura que me atravesó entera—. No importa lo grande que seas, ni lo fuerte. Aquí, la que manda soy yo.
Y tú vas a recordarlo cada vez que te lo pida.

Me temblaron los labios al sonreír.
Había esperado este momento más de lo que podía admitir.

Sabía que la sumisión era solo el principio… y que estaba lista para lo que viniera después.

El tiempo perdió sentido después de ese primer arrodillamiento. Lo que siguió fue una mezcla constante de órdenes, juegos, caricias y risas peligrosas. Siesta no necesitaba gritar ni imponerse: cada instrucción llegaba con una calma férrea, un tono seguro, y esa mirada suya que no aceptaba un “no”.

Esa misma tarde, me hizo recorrer de rodillas la sala, siguiendo el movimiento de su mano. Me corrigió la postura una y otra vez, guiando mi mentón hacia arriba, exigiendo que la mirara a los ojos.
—Aquí, nada de esconderte —decía, y cuando yo intentaba apartar la mirada por pudor, ella sonreía, me tomaba del cabello y lo acomodaba detrás de mi oreja, haciéndome sentir vista, examinada, aceptada… y poseída.

Por la noche, me sentó en su regazo, acariciando mis mejillas, obligándome a repetir en voz baja:
—Soy tuya.
—Eres mía —respondía, y el eco de esas palabras me estremecía hasta la raíz.

Dormí a sus pies, con la cabeza sobre sus rodillas, el cabello blanco esparcido como un velo. Siesta jugaba con mis mechones, murmurando cosas suaves, hasta que el sueño me venció con una sonrisa de puro abandono.

Al día siguiente, la dinámica subió de tono.
Desayuné arrodillada en la alfombra, comiendo de su mano, sonrojada por la ternura y la humillación deliciosa de dejarme cuidar y controlar. Siesta se ocupaba de cada detalle: me peinaba, elegía mi ropa, me ponía collares y pulseras que marcaban, sin palabras, a quién pertenecía.

Durante la tarde, no me permitió tocar el teléfono ni decidir nada por mi cuenta. Cada vez que intentaba tomar la iniciativa, bastaba una palabra suya, un roce firme de sus manos en mi cintura, para recordarme que había una nueva jerarquía, y que ser sumisa era un acto de entrega, no de debilidad.

Por la noche, la tensión se volvió eléctrica.
Me hizo sentarme a sus pies, recostada en su muslo, mientras ella leía en voz alta, a veces solo para disfrutar del poder de mi atención.
Cuando mi respiración se aceleraba, Siesta acercaba sus labios a mi oído, enumerando nuevas reglas, pequeños castigos, recompensas.
Me susurró lo hermosa que me veía cuando obedecía, y cuán fácil era perderse en el placer de rendirse por completo.

No hubo una sola orden que desobedeciera.
No hubo ni un momento en que quisiera volver atrás.
Esos dos días no fueron solo sumisión: fueron un redescubrimiento de mí misma, una celebración de lo que significa, al fin, pertenecer a alguien… y elegirlo con cada respiración.

Y, mientras me quedaba dormida a su lado la segunda noche, no pude dejar de pensar que por fin había encontrado mi lugar.
Y que, por primera vez, no quería nada diferente.

La noche siguiente avanzó con lentitud eléctrica, el aire cargado de una tensión nueva, peligrosa y excitante. Después de cenar, Siesta me tomó de la mano y me llevó hasta su habitación, la luz tenue acariciando nuestras siluetas. Sus dedos, fuertes pero suaves, se deslizaron por mi espalda, marcando el ritmo de algo que yo ya no quería controlar.

Me guió hacia la cama, sentándome primero a su lado, después a sus pies. No necesitaba palabras: bastaba la firmeza de su mirada, el calor de su palma en mi nuca, el modo en que sus piernas rodeaban mi cintura, atrayéndome lentamente hacia ella. Cada roce era una invitación, un recordatorio de quién tenía el mando y de lo mucho que yo ansiaba rendirme.

—Eres mía —susurró, y no hizo falta nada más para que mi resistencia desapareciera por completo.

Me dejé caer sobre sus piernas, mis mejillas encendidas, los labios entreabiertos. Sentía mi corazón latir como nunca antes, mi cuerpo alerta, tenso, hambriento de contacto y, a la vez, completamente abierto, vulnerable ante su deseo. Siesta me tomó del rostro, inclinándose para rozar mi frente con sus labios, susurrando promesas y órdenes a partes iguales.

La ropa fue desapareciendo poco a poco, guiada por sus manos expertas, cada botón, cada cierre, cada caricia como un nuevo pacto de entrega. Cuando al fin quedé desnuda bajo su mirada, me sentí hermosa, adorada, y, por primera vez, completamente sumisa. Siesta exploró mi cuerpo con calma, sabiendo exactamente cómo tocar, dónde presionar, cómo hacerme temblar.

Me guió en cada movimiento, me enseñó a recibir y a obedecer, a dejar de pensar y solo sentir. Me hizo recostarme, alzar los brazos, abrir las piernas, entregarme al placer de no decidir nada, de ser guiada, de ser tomada, poseída, cuidada y celebrada en cada caricia, en cada beso. El placer se volvió algo más profundo, un vértigo delicioso que me hacía llorar y reír a la vez, perdida en el momento y en la certeza de que ahí, entre sus brazos, había encontrado mi verdadero hogar.

Cuando todo terminó, caí rendida a su lado, el cuerpo todavía vibrando, el corazón lleno (y otros lugares tambies)y la mente en blanco y un hilo igual de blanco cayendo por mi muslo.
Siesta me abrazó, su respiración calmada contra mi cuello, su brazo pesado y protector sobre mi cintura.

—Muy bien, preciosa —susurró—. Eres perfecta así, no lo olvides nunca.

Y yo, entre el sueño y el alivio, supe que lo que había empezado como un trato desesperado, se había convertido en lo que más había deseado, incluso antes de entenderlo.

Los días siguientes adoptaron un ritmo extraño, hecho de costumbres nuevas y viejos hábitos rediseñados. Siesta, ya completamente cómoda en su masculinidad, parecía disfrutar cada segundo de su dominio sobre mí. Se volvió más fría, más precisa: daba órdenes con una naturalidad escalofriante, decidía los horarios, los pequeños permisos, incluso mis comidas.
No era cruel, ni violenta; simplemente, estaba al mando. Y a veces esa autoridad suya era suficiente para encenderme más que cualquier caricia.

El mayor cambio fue el collar.
Un día, sin aviso, Siesta regresó de la calle con una caja discreta. Al abrirla, encontré un collar de cuero negro, sencillo, pero con una placa brillante en la que podía leerse, grabado con letra cursiva: propiedad.

—A partir de hoy —dijo, mirándome fijo—, esto va contigo a donde vayas. No tienes que ocultarlo. De hecho, prefiero que todos lo vean.

Me temblaron las manos al ponérmelo por primera vez. Era ajustado, firme, pero no incómodo.
Más que una restricción, se sentía como un recordatorio constante de lo que había elegido, de quién era ahora… y de quién pertenecía.

La vida siguió.
Siesta me dio espacio para escribir, para retomar el blog, para seguir contando historias. Volví a llenar la galería del celular de selfies y fotos—pero ahora, en cada una de ellas, el collar era el protagonista.
Mis lectores lo notaron de inmediato.
“¿Eso es un collar de verdad?”
“¿Propiedad? ¿De quién?”
“¿Nueva pareja? ¡Te ves increíble!”

Nunca respondí directo.
Solo subía las fotos, a veces posando frente al espejo, a veces tumbada en la cama, a veces solo una sonrisa con el cabello blanco cayendo sobre la placa. El mensaje era claro:
Esta soy yo. Esto es lo que soy ahora.

Por dentro, había un vértigo nuevo. Me sentía más libre que nunca, pero también, paradójicamente, más marcada, más controlada, más de Siesta.
Y aunque a veces la frialdad de su voz o la distancia de su mirada me hacían extrañar su ternura, el roce del collar contra mi cuello era suficiente para recordarme que nunca, nunca, volvería a mi vida de antes.

Y en el fondo, no podía desear otra cosa.

Con el paso de los días, la noticia de mi “nuevo yo” se fue normalizando entre mi círculo cercano. Las selfies, el cabello blanco, el collar… todo era parte de mi nueva imagen. Cuando mis amigos me escribieron —algunos con sorpresa, otros con genuino entusiasmo— yo simplemente contestaba con honestidad a medias:

—Sí, ahora soy mujer. Para siempre, parece.

Hubo mensajes de alegría, memes, bromas sobre “las cosas que podía hacer ahora”, planes para futuras salidas, y hasta confesiones de envidia por mi bronceado y mi pelo espectacular. Algunos preguntaron directamente sobre el collar, otros fingieron no verlo; todos, de algún modo, celebraron mi felicidad.

Lo que nunca conté, lo que nunca podría contarles, era la verdad detrás de mi sonrisa.
La vida como mujer era increíble, sí, pero lo que me tenía de verdad perdida, lo que me robaba el aliento en las noches, no era solo mi cuerpo nuevo… era lo que Siesta había hecho conmigo.

No les dije que había dejado de ser solo “yo” para convertirme en “suya”.
No sabían que, bajo el collar, mi verdadera adicción no era la libertad, sino la entrega.
No se imaginaban la emoción que sentía al obedecer, la adrenalina de cada orden, el placer de la humillación consentida, lo dulce que podía ser una palabra fría cuando venía de Siesta.

Tampoco sabían que, a veces, al escribir una historia para el blog, me miraba en el espejo—con el collar puesto, las mejillas sonrojadas, el pulso acelerado—y pensaba que nadie nunca sabría lo mucho que amaba ser dominada.
Que nadie imaginaba lo fácil que era perderse en ese papel, cómo la adicción crecía cada día… y cómo, por primera vez, no tenía ninguna intención de dejarlo ir.

Así que les sonreía, les agradecía su apoyo, me dejaba querer…
y en secreto, me entregaba cada vez más, sabiendo que, en el fondo, había encontrado justo lo que siempre había buscado, aunque jamás hubiera tenido el valor de decirlo en voz alta.

Aquella noche, el aire estaba tan espeso como la anticipación.
El departamento estaba en penumbra, la luz de la calle apenas rozando el filo de la cama donde Siesta me esperaba. Yo llevaba puesto solo el collar y una camiseta vieja con la que solia dormir por comodida, la piel todavía temblando de la última caricia.
Sabía que esa noche sería diferente: Siesta tenía ese brillo especial en los ojos, ese modo de moverse lento, seguro, calculado, que anunciaba una frontera nueva por cruzar.

Me llamó con un gesto, y obedecí enseguida, arrodillándome junto a ella en la alfombra.
Siesta acarició mi cuello, pasando los dedos bajo el collar con una lentitud que me hizo contener el aliento.

—¿Sabes? —dijo, en voz baja— Me encanta verte así. Pero quiero algo más… algo que no puedas quitarte, algo que diga, aunque no lleves el collar, que eres mía para siempre.

Sentí un escalofrío. No pregunté qué quería decir.
No hacía falta.

Siesta se inclinó, sacando de la mesita de noche una pequeña caja. Al abrirla, vi pequeño hierro con una S, gasas y un soplete.
—Quiero ponerte mi marca —susurró—. Una marca, como si fuera simple ganado. Algo pequeño, donde tú decidas, pero que siempre lleves en la piel.
¿Confías en mí?

El corazón me latía tan fuerte que dolía.
La idea me asustaba, me emocionaba, me hacía sentir aún más suya.
No dudé.
—Sí —dije, la voz temblando pero firme—. Quiero que lo hagas. Quiero llevarte en mi piel.

Se tomó su tiempo. Me preguntó dónde prefería la marca, si algo visible o secreto. Elegí la parte en la espalda baja, justo donde el elástico de la ropa suele rozar la piel: un lugar privado, íntimo, pero suficiente para sentirlo todo el tiempo y dejarse ver en algunos movimientos o con ciertas prendas.

Siesta preparó todo con manos firmes, limpió la piel, me recostó sobre la cama y me acarició el cabello para tranquilizarme.
El dolor fue breve pero intenso, la sensación ardiente, el dolor… delicioso. Mientras hierro al rojo marcaba mi piel, Siesta murmuraba palabras suaves, posesivas, recordándome lo mucho que le pertenecía.

Al terminar, cubrió la pequeña herida con una gasa, besó el lugar y me susurró al oído:
—Ahora sí, eres mía. Para siempre.

Yo me sentí eufórica, llorando y riendo al mismo tiempo, la piel ardiendo y el corazón colmado.
Esa noche, después de la marca, nos abrazamos en silencio, y yo supe, más allá de toda duda, que nunca, nunca querría dejar de ser suya.

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