sábado, 12 de julio de 2025

Me reconcilie con M + historia

 Bueno como no todas las peleas duran para toda la vida, y gracias a solucionar las diferencias M y yo volvemos a ser amigos :D (solo amigos :D) y bueno con ganas de escribir y gracias a una peticion de M aqui les tengo una historia que espero les guste :D no es en mi zona de confort porque quien me conozca o haya leido mi blog sabe que la transformacion no me gusta, pero bueno saldre un poco de esa zona para traeles esta historia


Quién diría que todo esto empezó por una pelea de esas que se sienten importantes solo mientras duran. Un mes sin Siesta fue raro. Extrañaba sus mensajes, sus bromas absurdas y hasta sus desafíos tontos. Al final, fue ella quien, con un simple gesto —compartiendo mi problema de copyright en el grupo— me dio el pretexto para regresar.

Le escribí, tragándome el orgullo. El chat fue largo, cargado de disculpas y promesas exageradas. Incluso le dije: “haría lo que fuera para que me perdones”.

Y ella, claro, no dejó pasar la oportunidad.

—¿De verdad lo que sea? —me preguntó, con ese tono entre broma y reto que solo Siesta maneja.

—Lo que sea —le contesté, más por inercia que por valentía.

Su respuesta fue inmediata.
—Tengo un experimento. No te asustes, no es intercambio de cuerpos ni nada así… es algo más original. Vamos a cambiar de género. Solo por un mes. Yo seré chico, tú serás chica. Cada quien seguirá siendo quien es, pero con con los generos cambiados, ¿te atreves?

Me reí. Admito que la idea me sonó ridícula al principio, pero la curiosidad pudo más que la vergüenza. Además, ¿qué tan grave podía ser?
—Va, acepto. ¿Qué tengo que hacer?

El ritual tenía todo el sello de Siesta: música rara de fondo, frases en falso latín, instrucciones absurdas (terminé usando una bufanda vieja para “atrapar la energía” o algo así). Entre risas y bromas, la atmósfera se fue poniendo extraña.

Hasta que el silencio cayó de golpe.
Sentí una especie de escalofrío, como si algo dentro de mí se estuviera reajustando. Una presión en el pecho, un cosquilleo en la piel.
No era doloroso, pero sí imposible de ignorar.

Cuando abrí los ojos, supe de inmediato que algo había cambiado. La camiseta se sentía distinta mas apretada, la voz que escapó de mi boca era suave y desconocida. El cabello, ahora largo, me rozaba los hombros y la espalda.
Busqué un espejo. Lo primero que vi fue una cara que reconocía solo en los gestos y la mirada. El resto era… nuevo. Más suave. Más femenino. No podía apartar la vista. Si alguna vez me imaginé cómo sería como chica, estaba seguro de que jamás habría acertado.

Un mes, pensé, con el corazón acelerado.
Un mes así.
Un mes para ver el mundo desde otra piel.

Le escribí a Siesta, intentando sonar aburrido:
—Esto va a ser un fastidio…

Pero por dentro no podía dejar de sonreír, ni de mirar mi reflejo.

Ahora tenía la figura de una mujer alta y espectacularmente atractiva, el tipo de belleza que no se puede planear ni imaginar; simplemente sucede si naces con la mejor suerte genética. Mi rostro se veía mucho más suave, elegante y afilado, pero sin perder esos gestos que siempre reconocía como míos. La piel parecía de porcelana.
Mis labios eran llenos y sensuales, los ojos grandes, brillantes y un poco felinos, enmarcados por pestañas largas y perfectamente arqueadas. La expresión—la mía, pero ahora mucho más traviesa y segura—era suficiente para descolocar a cualquiera.

El cabello era largo, liso y de un castaño profundo, cayendo con elegancia sobre los hombros y la espalda, moviéndose suave cada vez que giraba la cabeza.
La ropa ajustada en mis nuevos atributos y holgada en otros lugares acentuaba aún más las nuevas curvas: la cintura estrecha, el busto grande, imposible de ignorar bajo el escote pronunciado—y unas manos delgadas que temblaban al tocar la tela.

Miré más de cerca, pasando los dedos por el rostro, el cuello, la clavícula. Todo se sentía diferente, nuevo, y a la vez… propio. Una parte de mí no podía creer que ese era mi reflejo real, como si una versión oculta hubiera estado esperando todo este tiempo para salir.

No pude evitar sacar el celular, abrir la cámara en modo selfie y mirarme de nuevo, esta vez con más detalle, probando gestos y sonrisas. Cada movimiento, cada expresión, parecía tener una confianza que yo nunca había sentido.

—¿Así me vería si hubiera nacido mujer? —susurré, probando la voz suave, completamente nueva, mientras el corazón me latía tan fuerte que tuve que sentarme un momento.

Mandé la selfie a Siesta, agregando solo un mensaje:
“¿Y ahora qué se supone que haga con esto…?”

Pero la verdad era que no quería dejar de mirarme.
Y, aunque nunca lo admitiría en voz alta, por primera vez me sentí completamente fascinado por mi propia imagen.

Me senté en el borde de la cama, el celular aún encendido en la mano, y vi que Siesta respondió casi de inmediato. Un simple “wow”, así, sin más. Pero la verdad, ni lo leí en ese momento—mi atención estaba completamente secuestrada por mi propio reflejo, por cada nueva sensación recorriendo mi cuerpo.

Toqué mi rostro primero, casi con incredulidad. Las mejillas suaves, el mentón fino, el contorno de los labios, cada detalle era fascinante y desconcertante. Pasé los dedos por mi cuello, sintiendo la piel cálida, la clavícula más pronunciada y elegante, el pulso acelerado. Probé la voz de nuevo, repitiendo mi nombre en voz baja, notando la cadencia femenina, la vibración distinta en el pecho.

Luego me puse de pie y miré mi silueta de cuerpo entero. Me giré a un lado y al otro, maravillado por cómo la ropa caía diferente, por el peso y la forma de mi cuerpo, por la manera en que las curvas se dibujaban bajo la tela.
Moví el cabello, lo solté por completo, lo pasé de un lado al otro solo para sentir el efecto en los hombros y la espalda.

Levanté una mano, observando los dedos largos, las uñas bien formadas, la piel increíblemente suave.
Me atreví a rozar el escote, a tantear con timidez la nueva forma de mi pecho. El tacto era extraño y excitante, como si todo mi sistema nervioso estuviera sintonizado en una frecuencia diferente. Me reí bajito, sorprendido por lo musical de mi risa.

Caminé por el cuarto solo para sentir el movimiento, el cambio de peso, la ligereza en la cintura, el balanceo natural al andar. Cada sensación era nueva y a la vez hipnótica, como descubrirme a mí mismo por primera vez.

El teléfono vibró otra vez, pero lo dejé sobre la cama, completamente ajeno a Siesta, al chat y a todo lo demás. Por un momento, solo existíamos yo y mi reflejo, una especie de burbuja privada donde la sorpresa y la fascinación lo llenaban todo.

No sabía cuánto tiempo pasé ahí, pero no importaba. El mundo podía esperar.
Tenía demasiado que explorar antes de pensar en cualquier otra cosa.

El tiempo se volvió difuso dentro de mi cuarto, pero cada segundo era una explosión de sensaciones que no podía ignorar. Mi cuerpo me llamaba como un imán, y no podía dejar de tocarlo, de explorarlo, de saborearlo. Las yemas de mis dedos se deslizaron por mi cuello, sintiendo cómo el pulso acelerado resonaba bajo la piel, como si mi corazón quisiera escapar. Cada roce era una chispa, un pequeño fuego que se encendía y se propagaba por mi interior.

Pasé mis dedos por mis labios, sintiéndolos más suaves, más llenos, como si hubieran sido creados para esto. Mi lengua los rozó, probando su sabor, antes de que mi mano descendiera lentamente por mi torso. Los músculos tensos, la piel tan suave, tan nueva, tan mía. Me detuve en mi pecho, donde el peso y la suavidad de mis senos me dejaron sin aliento. Respiré profundo, sintiendo cómo se elevaban y caían, cómo se movían con cada inhalación. Fui más allá, explorando cada curva, cada rincón que antes nunca había sentido.

Mi mano siguió bajando, más y más, hasta que encontré el calor entre mis piernas. Dios. La sensación fue eléctrica, un choque de placer que me hizo arquear la espalda. Mis dedos se deslizaron suavemente, explorando, tanteando. Tan cálido, tan húmedo, tan listo. No pude evitar gemir cuando los dedos se hundieron un poco más, sintiendo cómo mi cuerpo respondía, cómo se cerraba alrededor de ellos. Era como si cada parte de mí estuviera conectada, sincronizada para este momento.

Mis movimientos se volvieron más decididos, más rápidos. Cada roce, cada presión, cada pequeño gesto era una nueva onda de placer que me inundaba. Mi respiración se volvió entrecortada, jadeante, mientras mi cuerpo se tensaba y relajaba al ritmo de mis manos. Podía sentir cómo el calor se acumulaba en mi interior, cómo cada fibra de mi ser se preparaba para la explosión que estaba por venir.

Me miré en el espejo, viendo cómo mi rostro se contorsionaba en una mueca de placer puro. Mis ojos estaban entrecerrados, mis labios entreabiertos, mi cuerpo arqueado hacia adelante. Mis manos no paraban, no podían parar. Quería más, necesitaba más. El pulso de mi cuerpo se intensificó, cada vez más rápido, más fuerte, hasta que finalmente, exploté. Una ola de placer me atravesó, haciéndome gritar, sacudiéndome de pies a cabeza. Mi cuerpo tembló, mis piernas cedieron, y me apoyé contra la pared, tratando de recuperar el aliento.

Cuando finalmente llegué al límite, me dejé caer. El placer fue aún más intenso, aún más profundo. Mis gritos resonaron en el baño, mezclándose con el sonido del agua corriendo. Mi cuerpo se sacudió, tembló, antes de finalmente relajarse, completamente agotado.

Dejé el baño con el corazón a mil, la cabeza llena de pensamientos y sensaciones nuevas. Me senté en la cama, todavía sin procesar del todo lo que estaba viviendo. Cerré los ojos y me permití recostarme, abrazando una almohada, sintiendo cómo el cansancio y la emoción se mezclaban hasta hacerme sonreír sin poder evitarlo.

No sé exactamente cuánto tiempo pasé así, solo que mis manos siguieron explorando, tanteando, tocando y volviendo una y otra vez a los mismos lugares como si no quisiera olvidar ni un detalle de esa experiencia. El ritmo de mi respiración se volvió lento, profundo, y la sensación de satisfacción fue tan intensa que no necesitaba palabras para entenderla.

Finalmente, el sueño me venció. Me quedé dormido boca arriba, el cabello esparcido sobre la almohada, la sonrisa todavía en el rostro y el cuerpo envuelto en una paz extraña y cálida, como si por fin hubiera encontrado algo que siempre me había hecho falta y que nunca supe que estaba buscando.

Esa noche, dormí como nunca.

Los días pasaron volando. Era como si hubiera entrado en una burbuja aparte del mundo, donde solo existía yo, mi cuerpo nuevo y un sinfín de posibilidades abiertas frente al espejo.

La primera mañana fue pura euforia. No quería ni podia vestirme con nada de lo que había en el armario: todo parecía ajeno, inapropiado, una reliquia de un “yo” que ya no encajaba. Así que, sin pensarlo demasiado, salí a la calle con la ropa más neutra que encontré, los nervios vibrando de emoción bajo la piel.

Ese primer paseo por las tiendas fue como una fantasía hecha realidad. Recorrí pasillos enteros solo mirando, probándome de todo: tacones altísimos, botas de charol, blusas ceñidas, camisas de botones, trajes elegantes de corte femenino. Me reí ante los espejos de los probadores, girando sobre los tacones, ajustando las solapas del saco, maravillado por lo bien que los pantalones de vestir realzaban mi figura. Ni una falda pasó por mis manos. Yo quería ser ese tipo de mujer: elegante, fuerte, imponente. Femenina sí, pero a mi manera.

Volví a casa con varias bolsas llenas de ropa nueva y, la misma noche, me aventuré a hacer algo aún más atrevido: teñirme el cabello de blanco. Frente al espejo, mezclando los productos y viendo el castaño transformarse en un plateado brillante, sentí que cruzaba una línea invisible: ya no era un experimento, ya no era “temporal”. Me estaba convirtiendo en la versión de mí mismo que siempre había querido ver reflejada.



Pasé horas peinándome, probando maquillajes sencillos, perfeccionando una mirada segura y casi desafiante. Los selfies se multiplicaban en el teléfono; a veces me reía solo de pensar que, si alguien me hubiera dicho cómo iba a disfrutar todo aquello, jamás lo habría creído.

Día tras día, cada detalle nuevo era motivo de asombro. El sonido de los tacones sobre el piso. El cosquilleo del cabello blanco sobre el cuello. La sensación poderosa de ajustarse un saco entallado y verse en el espejo con esa mezcla perfecta de elegancia, sensualidad y fuerza.

Durante toda esa semana, el mundo real —mensajes, notificaciones, compromisos— dejó de existir. Yo era mi propio universo, y por primera vez en mucho tiempo, sentía que realmente podía ser cualquier cosa que soñara.
Por fin era, literalmente, la mujer en la que siempre quise convertirme.

Después de días de probar ropa, experimentar con mi imagen y verme cada noche con una sonrisa boba en el espejo, me di cuenta de que quería más. No me bastaba con ser esta versión mía frente a la pantalla: necesitaba salir al mundo, presumir mi nuevo cuerpo, ser mirada, admirada… deseada, como tantas veces lo había soñado desde fuera.

Sin pensarlo demasiado —solo con el corazón acelerado y la idea fija de cumplir esa fantasía— reservé unas vacaciones a la playa. Fue un golpe al bolsillo, lo sabía, pero también un regalo merecido, la oportunidad de vivir una experiencia que jamás pensé que sería mía.

Antes de partir, invertí lo que quedaba de mis ahorros en bikinis atrevidos, pareos cortos, gafas enormes y un bloqueador solar con aroma a coco. También elegí algunos conjuntos “gal”: sandalias de plataforma, vestidos cortos y blusas con transparencias, porque esta vez no pensaba esconderme.
Quería ser una “gal”, bronceada, luminosa, explosiva, como esas chicas de manga japonés que veía de adolescente y que, en el fondo, siempre quise ser. Ahora, por primera vez, podía permitirme el lujo de intentarlo.

El primer día en la playa fue pura adrenalina.
Al bajar del taxi y sentir el sol en la piel —en mi piel, suave, blanca, lista para dorarse—, tuve que contener una risa emocionada.
Me vestí en el hotel con un bikini blanco y un pareo rosa, me puse las gafas grandes y bajé a la arena. El aire cálido, la brisa, la textura de la arena entre los dedos, todo se sentía doblemente intenso. Caminé despacio, balanceando las caderas, sintiendo miradas recorrerme de arriba abajo, y por primera vez disfruté sin culpa de cada una de ellas.
Sentí que todos mis sentidos estaban al máximo: el olor del mar, el sabor de la sal, la luz del sol en el cabello blanco, los reflejos en mi piel cada vez más dorada.

No podía dejar de sonreír, de moverme con coquetería, de buscar excusas para estirarme en la toalla, dejar que el sol hiciera su trabajo y mirar de reojo a quienes me miraban.
Me pedí un trago dulce, me puse música, saqué selfies —cientos— y pensé que la vida, por fin, podía sentirse así de perfecta.

Ese primer día fue solo el principio.
Quería aprovechar cada minuto, cada rayo de sol, cada mirada.
Por fin, me estaba convirtiendo en mi propia heroína de verano.

La segunda semana en la playa fue completamente distinta.
Ya no era solo el placer de ser mirada, la coquetería, el ego acariciado por los halagos. Pronto, la curiosidad por mi nuevo cuerpo y por las reacciones de los demás empezó a volverse algo más intenso, más carnal.

Al principio, los flirteos eran inocentes: un cruce de miradas en la piscina, una charla ligera en el bar del hotel, algunos tragos a cortesia de hombres que se miraba de lejos que me quierna llevar a su cama, risas fáciles, comentarios atrevidos de desconocidos que, por primera vez, no me molestaban. Sentí lo poderosa que podía ser una sonrisa, un simple cruce de piernas, una mirada prolongada, el solo juntar mis pechos con mis brazos y dejar ver mi escote me conseguia alcohol gratis.
Pero también, inevitablemente, lo vulnerable.
Me descubrí nervioso al notar lo fácil que era llamar la atención, cómo el deseo de otros —su energía, sus palabras, incluso la forma en que sus cuerpos me rodeaban en una fiesta— podía volverse algo tangible.
Era distinto. Como chico, siempre me sentí en control, seguro de mi espacio, incluso dominante. Ahora, en cambio, la fuerza física ajena era una presencia real, una amenaza disfrazada de caricia, de risa, de invitación. Y eso me asustó.

Sin embargo, ese miedo tenía un reverso fascinante.
Había algo excitante, casi embriagador, en dejarse llevar, en permitir que otros marcaran el ritmo, en aceptar —por primera vez— esa fragilidad y ese poder suave que viene de ser deseada, de ser la presa y no el cazador.
No supe cómo, ni cuándo exactamente, pero una noche dejé de resistirme.
Me dejé llevar por la música, por las manos ajenas que me buscaban en la pista de baile, por la sensación de ser guiada, rodeada, protegida y al mismo tiempo expuesta.

No fue solo la atracción, fue el asombro ante lo que mi cuerpo femenino podía sentir, cómo se encendía ante los estímulos, cómo respondía de formas nuevas, desconocidas, deliciosas.
Me descubrí cómoda —quizás demasiado— en ese papel de vulnerabilidad, disfrutando el vértigo de no tener el control, de dejarme llevar, de ser un poco menos yo y un poco más instinto.

Al volver al hotel, tarde, cansada, aún con el perfume ajeno pegado a la piel, me tumbé en la cama con el corazón latiendo fuerte, los labios hinchados, las piernas temblando de una manera que jamás había experimentado antes.
Era miedo, sí, pero también una alegría oscura y profunda, una libertad nueva que me hacía querer más.

Por primera vez, entendí que ser mujer —ser deseada, ser tocada, ser vulnerable— podía ser tan adictivo como peligroso.
Y, aunque me costaba admitirlo, la sensación de no tener el control me gustó… mucho más de lo que alguna vez creí posible.

La última noche en la playa, la sensación de fin de ciclo flotaba en el aire. Todo el día, mientras el sol caía lento sobre la arena y la piel bronceada brillaba bajo la luz naranja, supe que quería llevar la experiencia hasta el límite, cruzar la frontera que aún me separaba del resto del mundo… y de mí misma.

La decisión no fue racional, fue un impulso —una mezcla de curiosidad, deseo y una extraña necesidad de completar la transformación. Esa noche me arreglé con esmero: elegí mi conjunto favorito, maquillaje impecable, el cabello blanco cayendo libre, una fragancia dulce en la piel. En el bar del hotel, la conversación fluyó fácil, las risas se volvieron miradas largas, las caricias cada vez más atrevidas.

No hubo dudas ni culpa.
Me dejé guiar, me permití ser deseada y, por primera vez, me entregué por completo a la experiencia. Cada toque, cada susurro, cada gemido me revelaba algo nuevo sobre mi cuerpo, sobre el placer femenino, sobre el vértigo de confiar y dejarse llevar hasta el final. Me sorprendió lo intenso, lo delicado y lo salvaje que podía sentirse todo al mismo tiempo.
La vulnerabilidad no era debilidad, sino una fuerza nueva, extraña y profunda.
Esa noche, sentí que finalmente había entendido quién era —o quién quería ser— en esta piel.

Desperté tarde, envuelta en sábanas suaves y en unos brazos desconocidos pero cálidos. Mi acompañante dormía aún, con una expresión satisfecha. Yo me giré y contemplé el techo, la luz del sol filtrándose por la ventana, el leve dolor dulce entre las piernas, la paz absoluta en mi pecho.

Por primera vez, no pensé en el regreso, ni en la fecha límite.
No quería dejar esa forma nunca. No quería dejar de ser yo, así, completa, libre y llena de vida.

Me miré en el espejo antes de ducharme y sonreí.
No era solo el cuerpo: era la persona en la que me había convertido.
Y, con una certeza inesperada y emocionante, supe que, si pudiera, elegiría quedarme así para siempre.

El regreso a mi departamento fue completamente diferente a como lo había imaginado semanas atrás. Ahora, al mirarme de cerca en el gran espejo del recibidor que compre por vanidad, no sólo veía una mujer hermosa, alta, de cabello blanco y rasgos llamativos—veía, finalmente, a la “gal” que tantas veces soñé ser y que sólo existía en mis pensamientos, o en esos mangas y fanarts que atesoraba en secreto.

El cambio era total, pero lo más sorprendente era que ya no me sentía extraño ni impostor: era yo, perfectamente en mi piel, tan cómoda y orgullosa de mi reflejo que las viejas inseguridades habían desaparecido.
Ese nuevo amor propio trajo también una chispa creativa: cuando me senté frente a la laptop para escribir una nueva historia para el blog —relatos de cambios de cuerpo, posesiones y fantasías de transformacion—, me di cuenta de que ya no quería usar imágenes de internet. Por primera vez, tenía la modelo perfecta al alcance de la mano: yo misma.

Pronto, cada nuevo relato llevaba mi rostro, mis selfies posando con una sonrisa traviesa en topless, el cabello blanco cayendo sobre los hombros, las uñas pintadas, la expresión coqueta que tanto trabajo me costó practicar en el espejo.
Las historias brillaban de otra manera—se sentían más reales, más auténticas, y lo mejor de todo eran los comentarios:
“¿Quién es la modelo?”
“¡Qué transformación!”
“Jamás imaginé que pudieras verte así…”
Recibía halagos, preguntas, propuestas, incluso mensajes de gente que quería saber cómo había logrado ese “milagro”.

Entre risas, respondía siempre la verdad:
—Soy yo. Fui chico, ahora soy mujer. Así, literal. Un cambio de género, un poco de magia y mucha curiosidad.

Mis amigos primero dudaron, luego se asombraron, y finalmente aplaudieron mi nueva vida.
Me sentía por fin protagonista de mi propia historia: la chica gal que siempre quise ser, la autora de sus propias fantasías, la musa y el modelo de su blog.
Y, sobre todo, por primera vez, realmente feliz con quien era—por dentro y por fuera.

Pero el lunes siguiente, la realidad me golpeó como un tubo de acero frío. Había olvidado, por completo, que todo esto era solo temporal.

Esa mañana, al despertar, la inercia me llevó directo al espejo… pero lo que vi no fue a la chica gal que tanto había amado. No.
Era yo, otra vez, en mi forma masculina.
La piel seguía bronceada, el cabello blanco seguía ahí —ahora imposible de ignorar—, pero en mi cuerpo de chico se veía… ridículo. Casi patético, como si la magia se hubiera esfumado y solo quedaran los restos de un sueño imposible.

Por un momento me sentí fuera de lugar en mi propia habitación, incapaz de reconocerme en ese reflejo torpe, como si me hubieran arrancado la piel nueva que ya era mía. Recordé de golpe a Siesta, el ritual, el trato… y también que la había dejado en visto durante días, completamente perdido en mi nueva vida, sin pensar nunca en el final.

Con el estómago encogido, tomé mi teléfono…

Abrí el teléfono y vi una avalancha de mensajes sin leer, todos de Siesta.
Había textos, emojis y hasta mensajes de enojo creciente:

“¿M? ¿Todo bien?”
“¿Ya te adaptaste o qué?”
“¿Piensas ignorarme ahora que eres chica?”
“¿O ya ni tienes tiempo para mi?”

Luego, el tono cambió:
“Ya, dime algo, aunque sea una foto, un meme, lo que sea…”
“¿Tan feliz estabas con tu cuerpecito nuevo que ni para saludarme?”

Me di cuenta de lo mal que había estado: nunca respondí, nunca le conté nada de mi experiencia, la dejé fuera de toda esa aventura… y ahora, que la magia se había ido, me sentía vacío.

Escribí, desesperado:

—Siesta, perdón. Sé que estuve mal. Todo fue tan intenso… no pensé en nada más. Pero ahora, ahora que se acabó… no quiero volver a ser hombre, no puedo. Por favor, dime que podemos volver a hacer el ritual. ¡Te lo suplico!

Ella respondió casi al instante, con una frialdad nueva:

—¿Ah, sí? ¿Ahora sí tienes tiempo? ¿Ahora sí te acuerdas de mí, solo porque te duele no ser la chica bonita otra vez? Yo aquí, esperando aunque sea una señal tuya, y nada.
—¿Y ahora vienes a rogarme solo porque no soportas tu vida de siempre?

Yo supliqué, casi sin dignidad:

—Siesta, en serio, haría lo que fuera. No quiero esto, no quiero seguir así. Por favor, déjame volver a ser mujer.
—Te lo ruego, haré lo que me pidas.

Pasaron unos segundos eternos.
Entonces llegó su mensaje, tan seco como definitivo:

—¿Estás seguro?

Sin pensarlo, respondí:

—Sí. Haré lo que sea.

Y me quedé mirando la pantalla, esperando el destino, sabiendo que ahora, todo dependía de ella.

El mensaje de Siesta no tardó en llegar.
No era largo, pero tenía todo lo que podía esperar de ella: su voz de mando, un guiño de peligro y una propuesta imposible de ignorar.

—Está bien. Si tanto lo deseas, haré que el cambio sea permanente.
Volverás a ser tu versión femenina, esa que tanto amas…
Pero a cambio tendrás que venir hasta donde estoy.
Tengo algo en mente: desde hace tiempo me dio curiosidad, así que, si aceptas, deberás ser mi sumisa. 7u7

Sentí que la respiración se me cortaba. La idea era absurda, peligrosa, emocionante y completamente Siesta.
El corazón me latía a mil. Me imaginé, por un segundo, otra vez en mi cuerpo femenino, de nuevo gal, libre, hermosa… pero ahora, bajo las reglas y los caprichos de Siesta.

No dudé, ni siquiera por un segundo.
La respuesta se escribió sola, los dedos temblando sobre la pantalla:

—Acepto.
Dime dónde y cuándo.

No sabía qué me esperaba, pero sí sabía una cosa:
haría cualquier cosa por volver a ser yo…
y, por primera vez, estaba dispuesto a dejarme llevar hasta el final.

El viaje fue eterno.
Seis horas en autobús a la Ciudad de México y luego media hora en taxi, cada minuto cargado de incomodidad. Me veía y me sentía ridículo: mi cabello corto, teñido de blanco, el bronceado dorado que en mi piel masculina lucía fuera de lugar, casi grotesco. Las uñas postizas, los aretes largos… todo era un recordatorio de la semana anterior, de la vida que había perdido.
Era como si llevara un disfraz que ya no tenía sentido. Ni siquiera podía mirarme en los reflejos de las ventanas del camión sin sentir ese vacío, esa desesperación.

Cuando por fin el taxi me dejó en la dirección que Siesta había mandado, sentí que el corazón me latía en la garganta.
Me bajé cargando mi mochila, intentando no pensar en lo torpe que debía verme: un chico con detalles femeninos, la sombra de la chica gal que había sido y que tanto añoraba.

El edificio era discreto, una fachada gris, anónima, igual a cientos en la ciudad. Marqué el número de departamento con los dedos temblorosos.
La voz de Siesta respondió al portero eléctrico, seca, pero con un dejo de diversión en el fondo:

—Sube. Piso cuatro, puerta azul.

Tomé el ascensor y cada piso se sintió más pesado que el anterior.
Por fin, el pasillo, la puerta azul, el timbre.
Esperé, respirando hondo, sintiéndome aún más patético y pequeño.

La puerta se abrió y por un momento sentí un salto en el pecho.
Ahí estaba Siesta, de nuevo en su forma femenina. Bajita, delicada, con ese aire travieso y una sonrisa casi felina curvando sus labios. Se veía perfecta, perfectamente cómoda en su piel, justo lo opuesto a mí.

Me miró de arriba abajo, deteniéndose en mi cabello blanco y corto, el bronceado absurdo en mi piel masculina, las uñas y los aretes. El contraste era tan brutal que sentí aún más ganas de desaparecer o, mejor aún, de volver a ser quien realmente quería.

Siesta se apoyó en el marco de la puerta, cruzando los brazos, dejando que el silencio me hiciera retorcerme un poco antes de hablar.

—Vaya, así que viniste —dijo al fin, su voz suave pero llena de malicia—. ¿Sigues seguro? ¿De verdad quieres que cambiemos de género... permanentemente?

No dudé ni un segundo.

—Sí. Por favor, Siesta… quiero volver a ser mujer.

Su sonrisa se hizo aún más pícara, sus ojos brillaron, y sentí que, por dentro, ya estaba jugando conmigo como un gato con un ratón.

—¿De verdad sabes lo que significa ser “sumisa”? —preguntó, casi en susurro, acercándose un paso—. No estoy hablando de un juego, ¿eh? Hablo en serio.

Me sentí tragar saliva, el pulso acelerado, la vergüenza y el deseo mezclándose en mi cara.
—Lo sé. —Contesté, mi voz apenas un hilo—. Lo que sea. Hazme lo que quieras, pero devuélveme mi yo mujer. Por favor…

Siesta sonrió aún más, peligrosamente dulce, y por un segundo creí que de verdad iba a saltar sobre mí como un gato hambriento.

—Entonces prepárate. Hoy aprenderás a obedecer de verdad.

No podía dejar de mirarla. No podía dejar de desear el cambio, ni de temblar ante lo que vendría.
Había cruzado el umbral, y ya no había vuelta atrás.

La sonrisa de Siesta se volvió aún más exigente cuando habló:

—Antes de cualquier cosa, quiero una prueba. Quiero ver que de verdad vas a cumplir lo que prometiste.

No me lo pensé dos veces. Caí de rodillas frente a ella, sintiéndome pequeño, vulnerable, pero también completamente decidido.
Por un instante, vi cómo sus ojos brillaron con una mezcla de triunfo y ternura.

—Eso está bien —murmuró, y me hizo un gesto para que me sentara frente a ella, justo en medio de la sala.

Se sentó enfrente, tan pequeña y elegante, y luego levantó ambas manos. Cerró los ojos y empezó a recitar un hechizo en un latín tan torpe, tan improvisado, que por un momento tuve que morderme la lengua para no reír. Pero el poder estaba ahí, flotando en el aire, creciendo con cada palabra absurda.

—Corpus femina… mutatio… Siesta style… revertio permanens… —pronunció, y de pronto, en un parpadeo, sentí el ya conocido cosquilleo recorrerme de pies a cabeza.
En un abrir y cerrar de ojos, la habitación pareció sacudirse, la luz cambió, mi piel se estremeció.

Cuando miré al frente, Siesta estaba ahí, pero ahora en su forma masculina, fuerte y sonriente, mirándome con una satisfacción orgullosa.

Bajé la mirada a mis propias manos, sintiendo de nuevo la suavidad, la forma estilizada de mis dedos, el cabello largo rozándome la espalda, el peso —adorado, inconfundible— en el pecho. Me abracé, notando cómo todo volvía a estar en su sitio, perfecto.

Era mi yo mujer, mi versión completa, poderosa, desbordante de vida y feminidad.
Una euforia inmensa me llenó, me subió a la cabeza y no pude evitarlo: sonreí, como un niño en Navidad, sintiendo que por fin, todo era real y permanente.

Me giré hacia Siesta, la alegría desbordando en cada palabra:

—¡Gracias! No sabes lo feliz que me haces… Te juro que no te voy a fallar.

Por fin, volvía a ser quien realmente quería ser. Y ahora, el trato estaba sellado.

La felicidad me desbordaba, casi quería gritar de alegría, abrazar a Siesta, saltar por toda la sala. Por fin era yo otra vez, y por fin era permanente. No podía dejar de sonreír, de mirarme las manos, de sentir el cabello largo cayendo en cascada por la espalda. Era tan irreal… y al mismo tiempo, lo más real que había sentido nunca.

Pero entonces la vi.
La expresión de Siesta había cambiado.
Ahora su sonrisa era más oscura, peligrosa, casi perversa. Sus ojos brillaban con una intensidad que no había visto antes, como si de pronto ella fuera otra persona… o, mejor dicho, hubiera decidido dejar ver una parte de sí misma que antes solo asomaba en broma.

Se inclinó hacia mí, cruzando la habitación con paso seguro, y su voz, grave y suave a la vez, me hizo estremecer.

—Bueno… pero sabes que al ser mi sumisa, eres mía, ¿verdad?
Así que creo que deberíamos empezar con la sumisión… ¿no crees? —me susurró, la boca peligrosamente cerca de mi oído.

La frase me heló la sangre. Un escalofrío recorrió mi columna.
Pero, extrañamente, ese mismo miedo encendió algo dentro de mí: la misma emoción que había sentido en la playa, esa mezcla de vértigo, ansiedad y ganas de entregarme por completo.

No podía decir nada, solo asentí, con la respiración contenida y el corazón latiendo enloquecido.
Sabía que la euforia del regreso no era nada comparada con lo que me esperaba ahora.
Y, aunque me costaba admitirlo, no había nada que deseara más que ver hasta dónde llegaría con Siesta… y hasta dónde ella me haría llegar.

Siesta, ahora en su forma masculina, se había transformado en alguien completamente distinta, y aun así… seguía siendo ella. Era más alta que antes, pero seguía midiendo al menos diez centímetros menos que yo. Y, sin embargo, al estar tan cerca, sentí que el tamaño ya no importaba.
Había algo en su actitud, en la manera en que usaba su cuerpo, en la seguridad con que se movía y me miraba, que me hizo sentir pequeñita de nuevo, a pesar de mi altura.

Tal vez era su experiencia: toda una vida siendo mujer, sabiendo lo que provoca, entendiendo lo que significa rendirse, cómo se mueve el deseo y el poder en esos juegos de entrega. Ahora, con esa masculinidad recién adquirida, parecía haber encontrado el equilibrio perfecto entre lo suave y lo dominante, lo tierno y lo firme.

Se acercó, me tomó del mentón con una sola mano y me obligó a mirarla a los ojos.
Su sonrisa era pura picardía.

—¿Sabes? Creo que me gusta mucho más así… —dijo con voz baja, tan tranquila que me erizó la piel—. No importa que seas más alta. Vas a aprender a obedecer, a dejarte guiar. Vas a ser mía.
¿Entiendes, preciosa?

La respuesta se atascó en mi garganta. Solo pude asentir, sintiéndome totalmente a su merced.
Me estremecí, mitad por miedo, mitad por una emoción tan intensa que ni siquiera podía nombrar.

—Bien —añadió, soltándome con delicadeza, pero sin dejar de controlar cada milímetro del momento—. Entonces vamos a empezar.

Y fue en ese instante, frente a ella, sabiendo que aunque yo era más alta, ella tenía todo el poder, que entendí que ese era el verdadero trato.
El verdadero intercambio.

El ambiente se volvió más denso, eléctrico.
Sentía cada latido en la punta de los dedos, cada respiración amplificada, esperando la próxima palabra, el próximo movimiento.
Siesta dio un paso atrás y me estudió con esa sonrisa ladina, la mirada penetrante y serena que no dejaba espacio para dudas.

—Bien, mi preciosa —dijo, con la voz ronca y grave que aún me parecía surrealista viniendo de ella—. Vamos a comenzar con algo sencillo.
Quiero verte arrodillarte bien. No como hace rato, desesperada… sino despacio, como si lo disfrutaras, como si estuvieras rindiéndote de verdad.

Se cruzó de brazos, inclinándose ligeramente sobre mí, midiendo mi reacción.
Yo tragué saliva.
Sentí la sangre subir a las mejillas y bajé la mirada, respirando hondo.

Esta vez, lo hice lento.
Me puse de rodillas frente a ella, sintiendo la tela de la ropa estirarse sobre mis muslos, los cabellos largos cayéndome al costado del rostro. No había prisa, ni vergüenza: solo una sensación cálida, dulce, y una extraña paz en aceptar el papel.
Levanté la mirada, buscando su aprobación.
Me sentía… hermosa, dócil, y completamente suya.

Siesta se agachó a mi altura, tomando mi barbilla entre los dedos, la mirada suave y dura a la vez.

—Eso es. Así me gusta —susurró, con una ternura que me atravesó entera—. No importa lo grande que seas, ni lo fuerte. Aquí, la que manda soy yo.
Y tú vas a recordarlo cada vez que te lo pida.

Me temblaron los labios al sonreír.
Había esperado este momento más de lo que podía admitir.

Sabía que la sumisión era solo el principio… y que estaba lista para lo que viniera después.

El tiempo perdió sentido después de ese primer arrodillamiento. Lo que siguió fue una mezcla constante de órdenes, juegos, caricias y risas peligrosas. Siesta no necesitaba gritar ni imponerse: cada instrucción llegaba con una calma férrea, un tono seguro, y esa mirada suya que no aceptaba un “no”.

Esa misma tarde, me hizo recorrer de rodillas la sala, siguiendo el movimiento de su mano. Me corrigió la postura una y otra vez, guiando mi mentón hacia arriba, exigiendo que la mirara a los ojos.
—Aquí, nada de esconderte —decía, y cuando yo intentaba apartar la mirada por pudor, ella sonreía, me tomaba del cabello y lo acomodaba detrás de mi oreja, haciéndome sentir vista, examinada, aceptada… y poseída.

Por la noche, me sentó en su regazo, acariciando mis mejillas, obligándome a repetir en voz baja:
—Soy tuya.
—Eres mía —respondía, y el eco de esas palabras me estremecía hasta la raíz.

Dormí a sus pies, con la cabeza sobre sus rodillas, el cabello blanco esparcido como un velo. Siesta jugaba con mis mechones, murmurando cosas suaves, hasta que el sueño me venció con una sonrisa de puro abandono.

Al día siguiente, la dinámica subió de tono.
Desayuné arrodillada en la alfombra, comiendo de su mano, sonrojada por la ternura y la humillación deliciosa de dejarme cuidar y controlar. Siesta se ocupaba de cada detalle: me peinaba, elegía mi ropa, me ponía collares y pulseras que marcaban, sin palabras, a quién pertenecía.

Durante la tarde, no me permitió tocar el teléfono ni decidir nada por mi cuenta. Cada vez que intentaba tomar la iniciativa, bastaba una palabra suya, un roce firme de sus manos en mi cintura, para recordarme que había una nueva jerarquía, y que ser sumisa era un acto de entrega, no de debilidad.

Por la noche, la tensión se volvió eléctrica.
Me hizo sentarme a sus pies, recostada en su muslo, mientras ella leía en voz alta, a veces solo para disfrutar del poder de mi atención.
Cuando mi respiración se aceleraba, Siesta acercaba sus labios a mi oído, enumerando nuevas reglas, pequeños castigos, recompensas.
Me susurró lo hermosa que me veía cuando obedecía, y cuán fácil era perderse en el placer de rendirse por completo.

No hubo una sola orden que desobedeciera.
No hubo ni un momento en que quisiera volver atrás.
Esos dos días no fueron solo sumisión: fueron un redescubrimiento de mí misma, una celebración de lo que significa, al fin, pertenecer a alguien… y elegirlo con cada respiración.

Y, mientras me quedaba dormida a su lado la segunda noche, no pude dejar de pensar que por fin había encontrado mi lugar.
Y que, por primera vez, no quería nada diferente.

La noche siguiente avanzó con lentitud eléctrica, el aire cargado de una tensión nueva, peligrosa y excitante. Después de cenar, Siesta me tomó de la mano y me llevó hasta su habitación, la luz tenue acariciando nuestras siluetas. Sus dedos, fuertes pero suaves, se deslizaron por mi espalda, marcando el ritmo de algo que yo ya no quería controlar.

Me guió hacia la cama, sentándome primero a su lado, después a sus pies. No necesitaba palabras: bastaba la firmeza de su mirada, el calor de su palma en mi nuca, el modo en que sus piernas rodeaban mi cintura, atrayéndome lentamente hacia ella. Cada roce era una invitación, un recordatorio de quién tenía el mando y de lo mucho que yo ansiaba rendirme.

—Eres mía —susurró, y no hizo falta nada más para que mi resistencia desapareciera por completo.

Me dejé caer sobre sus piernas, mis mejillas encendidas, los labios entreabiertos. Sentía mi corazón latir como nunca antes, mi cuerpo alerta, tenso, hambriento de contacto y, a la vez, completamente abierto, vulnerable ante su deseo. Siesta me tomó del rostro, inclinándose para rozar mi frente con sus labios, susurrando promesas y órdenes a partes iguales.

La ropa fue desapareciendo poco a poco, guiada por sus manos expertas, cada botón, cada cierre, cada caricia como un nuevo pacto de entrega. Cuando al fin quedé desnuda bajo su mirada, me sentí hermosa, adorada, y, por primera vez, completamente sumisa. Siesta exploró mi cuerpo con calma, sabiendo exactamente cómo tocar, dónde presionar, cómo hacerme temblar.

Me guió en cada movimiento, me enseñó a recibir y a obedecer, a dejar de pensar y solo sentir. Me hizo recostarme, alzar los brazos, abrir las piernas, entregarme al placer de no decidir nada, de ser guiada, de ser tomada, poseída, cuidada y celebrada en cada caricia, en cada beso. El placer se volvió algo más profundo, un vértigo delicioso que me hacía llorar y reír a la vez, perdida en el momento y en la certeza de que ahí, entre sus brazos, había encontrado mi verdadero hogar.

Cuando todo terminó, caí rendida a su lado, el cuerpo todavía vibrando, el corazón lleno (y otros lugares tambies)y la mente en blanco y un hilo igual de blanco cayendo por mi muslo.
Siesta me abrazó, su respiración calmada contra mi cuello, su brazo pesado y protector sobre mi cintura.

—Muy bien, preciosa —susurró—. Eres perfecta así, no lo olvides nunca.

Y yo, entre el sueño y el alivio, supe que lo que había empezado como un trato desesperado, se había convertido en lo que más había deseado, incluso antes de entenderlo.

Los días siguientes adoptaron un ritmo extraño, hecho de costumbres nuevas y viejos hábitos rediseñados. Siesta, ya completamente cómoda en su masculinidad, parecía disfrutar cada segundo de su dominio sobre mí. Se volvió más fría, más precisa: daba órdenes con una naturalidad escalofriante, decidía los horarios, los pequeños permisos, incluso mis comidas.
No era cruel, ni violenta; simplemente, estaba al mando. Y a veces esa autoridad suya era suficiente para encenderme más que cualquier caricia.

El mayor cambio fue el collar.
Un día, sin aviso, Siesta regresó de la calle con una caja discreta. Al abrirla, encontré un collar de cuero negro, sencillo, pero con una placa brillante en la que podía leerse, grabado con letra cursiva: propiedad.

—A partir de hoy —dijo, mirándome fijo—, esto va contigo a donde vayas. No tienes que ocultarlo. De hecho, prefiero que todos lo vean.

Me temblaron las manos al ponérmelo por primera vez. Era ajustado, firme, pero no incómodo.
Más que una restricción, se sentía como un recordatorio constante de lo que había elegido, de quién era ahora… y de quién pertenecía.

La vida siguió.
Siesta me dio espacio para escribir, para retomar el blog, para seguir contando historias. Volví a llenar la galería del celular de selfies y fotos—pero ahora, en cada una de ellas, el collar era el protagonista.
Mis lectores lo notaron de inmediato.
“¿Eso es un collar de verdad?”
“¿Propiedad? ¿De quién?”
“¿Nueva pareja? ¡Te ves increíble!”

Nunca respondí directo.
Solo subía las fotos, a veces posando frente al espejo, a veces tumbada en la cama, a veces solo una sonrisa con el cabello blanco cayendo sobre la placa. El mensaje era claro:
Esta soy yo. Esto es lo que soy ahora.

Por dentro, había un vértigo nuevo. Me sentía más libre que nunca, pero también, paradójicamente, más marcada, más controlada, más de Siesta.
Y aunque a veces la frialdad de su voz o la distancia de su mirada me hacían extrañar su ternura, el roce del collar contra mi cuello era suficiente para recordarme que nunca, nunca, volvería a mi vida de antes.

Y en el fondo, no podía desear otra cosa.

Con el paso de los días, la noticia de mi “nuevo yo” se fue normalizando entre mi círculo cercano. Las selfies, el cabello blanco, el collar… todo era parte de mi nueva imagen. Cuando mis amigos me escribieron —algunos con sorpresa, otros con genuino entusiasmo— yo simplemente contestaba con honestidad a medias:

—Sí, ahora soy mujer. Para siempre, parece.

Hubo mensajes de alegría, memes, bromas sobre “las cosas que podía hacer ahora”, planes para futuras salidas, y hasta confesiones de envidia por mi bronceado y mi pelo espectacular. Algunos preguntaron directamente sobre el collar, otros fingieron no verlo; todos, de algún modo, celebraron mi felicidad.

Lo que nunca conté, lo que nunca podría contarles, era la verdad detrás de mi sonrisa.
La vida como mujer era increíble, sí, pero lo que me tenía de verdad perdida, lo que me robaba el aliento en las noches, no era solo mi cuerpo nuevo… era lo que Siesta había hecho conmigo.

No les dije que había dejado de ser solo “yo” para convertirme en “suya”.
No sabían que, bajo el collar, mi verdadera adicción no era la libertad, sino la entrega.
No se imaginaban la emoción que sentía al obedecer, la adrenalina de cada orden, el placer de la humillación consentida, lo dulce que podía ser una palabra fría cuando venía de Siesta.

Tampoco sabían que, a veces, al escribir una historia para el blog, me miraba en el espejo—con el collar puesto, las mejillas sonrojadas, el pulso acelerado—y pensaba que nadie nunca sabría lo mucho que amaba ser dominada.
Que nadie imaginaba lo fácil que era perderse en ese papel, cómo la adicción crecía cada día… y cómo, por primera vez, no tenía ninguna intención de dejarlo ir.

Así que les sonreía, les agradecía su apoyo, me dejaba querer…
y en secreto, me entregaba cada vez más, sabiendo que, en el fondo, había encontrado justo lo que siempre había buscado, aunque jamás hubiera tenido el valor de decirlo en voz alta.

Aquella noche, el aire estaba tan espeso como la anticipación.
El departamento estaba en penumbra, la luz de la calle apenas rozando el filo de la cama donde Siesta me esperaba. Yo llevaba puesto solo el collar y una camiseta vieja con la que solia dormir por comodida, la piel todavía temblando de la última caricia.
Sabía que esa noche sería diferente: Siesta tenía ese brillo especial en los ojos, ese modo de moverse lento, seguro, calculado, que anunciaba una frontera nueva por cruzar.

Me llamó con un gesto, y obedecí enseguida, arrodillándome junto a ella en la alfombra.
Siesta acarició mi cuello, pasando los dedos bajo el collar con una lentitud que me hizo contener el aliento.

—¿Sabes? —dijo, en voz baja— Me encanta verte así. Pero quiero algo más… algo que no puedas quitarte, algo que diga, aunque no lleves el collar, que eres mía para siempre.

Sentí un escalofrío. No pregunté qué quería decir.
No hacía falta.

Siesta se inclinó, sacando de la mesita de noche una pequeña caja. Al abrirla, vi pequeño hierro con una S, gasas y un soplete.
—Quiero ponerte mi marca —susurró—. Una marca, como si fuera simple ganado. Algo pequeño, donde tú decidas, pero que siempre lleves en la piel.
¿Confías en mí?

El corazón me latía tan fuerte que dolía.
La idea me asustaba, me emocionaba, me hacía sentir aún más suya.
No dudé.
—Sí —dije, la voz temblando pero firme—. Quiero que lo hagas. Quiero llevarte en mi piel.

Se tomó su tiempo. Me preguntó dónde prefería la marca, si algo visible o secreto. Elegí la parte en la espalda baja, justo donde el elástico de la ropa suele rozar la piel: un lugar privado, íntimo, pero suficiente para sentirlo todo el tiempo y dejarse ver en algunos movimientos o con ciertas prendas.

Siesta preparó todo con manos firmes, limpió la piel, me recostó sobre la cama y me acarició el cabello para tranquilizarme.
El dolor fue breve pero intenso, la sensación ardiente, el dolor… delicioso. Mientras hierro al rojo marcaba mi piel, Siesta murmuraba palabras suaves, posesivas, recordándome lo mucho que le pertenecía.

Al terminar, cubrió la pequeña herida con una gasa, besó el lugar y me susurró al oído:
—Ahora sí, eres mía. Para siempre.

Yo me sentí eufórica, llorando y riendo al mismo tiempo, la piel ardiendo y el corazón colmado.
Esa noche, después de la marca, nos abrazamos en silencio, y yo supe, más allá de toda duda, que nunca, nunca querría dejar de ser suya.

jueves, 3 de julio de 2025

Porque lo vi...+ pequeño anuncio

Decidí escribir esta historia porque siempre me ha sorprendido lo desaprovechado que está el universo de Mieruko-chan para crear relatos de posesiones o contenido TG. A pesar de su enorme potencial —con fantasmas, cuerpos vulnerables, secretos y silencios—, el anime nunca alcanzó la relevancia que otras series sí lograron. Tal vez fue su mezcla peculiar de semi-horror con fanservice lo que no terminó de conectar con el público, o tal vez simplemente no era su momento.

Pero para mí, Mieruko-chan es el punto de partida perfecto para muchísimas historias oscuras, retorcidas e intensas. El hecho de que Miko vea todo pero no pueda decir nada, que deba vivir en silencio rodeada de entidades invisibles, me parece una idea tan rica en posibilidades que no podía dejarla pasar.

Así que aquí les comparto este pequeño "¿qué pasaría si?", donde llevamos el concepto al límite: una posesión completa, silenciosa, irreversible… justo frente a los ojos de quienes creen que todo sigue igual.

Espero que disfruten la historia, y si les gustó o les inspiró algo, no duden en dejar un comentario con sus opiniones.
Se despide de ustedes con cariño,
Siesta 

(el pequeño he insignificante anuncio es que la enciclopedia tiene su propio dominio personalizado :D pueden notarlo en la barra de direcciones)

Los dejo con la entrada:

 El pasillo estaba lleno de estudiantes charlando, abriendo casilleros, caminando entre risas. Todo parecía normal.

Excepto por él.

El espíritu no era como los otros. No estaba deformado ni chillaba desesperado. Era esbelto, alto, y se mantenía pegado a Hanna como una segunda sombra. Tenía brazos largos, delgados como ramas mojadas, que se enredaban en su cintura sin que ella lo notara. Le olía el cabello, como si inhalar su esencia le diera vida.

Miko caminaba detrás de ella, en silencio, conteniendo el temblor de sus dedos sobre el celular.

No lo veas. No lo veas. No lo veas.

Pero entonces el espíritu volvió su rostro. O lo que parecía un rostro. No tenía ojos, ni nariz, solo una hendidura inmensa y vibrante que parecía absorber la luz. Se inclinó hacia el oído de Hanna, murmurando algo. Un sonido húmedo. Luego le sacó la lengua, una lengua que parecía estirar más y más, recorriendo el contorno de su cuello como si fuera un manjar. Hanna solo se rió por un mensaje en su teléfono.

Miko apretó los dientes. Sentía la bilis en la garganta. No podía soportarlo más.

El espíritu giró la cabeza hacia ella.

Ella apartó la vista de inmediato.

No lo vi. No lo vi. No lo vi.

Se detuvo, fingió mirar su celular, su reflejo en el vidrio del casillero, cualquier cosa menos eso.

Pero entonces escuchó un sonido detrás de ella. No un grito. No un chillido. Un "clic". Como una cerradura girando.

Y supo que era tarde.

—...

No se atrevió a girarse.

El aire se volvió denso, frío, cargado. Como si el pasillo se hubiera cerrado a su alrededor.

Sintió una presión detrás de la nuca. Un aliento viscoso.

Y una voz, sin palabras, que se derramó dentro de su mente.

"Me viste!!."

Su piel se erizó. Cada parte de su cuerpo gritaba que corriera. Que gritara. Que huyera.

Pero no podía. Porque si lo hacía, los otros fantasmas también sabrían que ella veía.

Así que se quedó quieta.

Y el espíritu dio un paso más.

"No disimules ahora."

El mundo seguía girando. Los estudiantes pasaban. Hanna le hablaba sin saber que ella se habia quedado atras Miko ya no estaba junto a ella.

Estaba atrapada. Entre su miedo… y la cosa que ahora la miraba.

"Me viste… Me viste… Me viste…”



La voz no paraba. No gritaba. No exigía. Susurraba. Como una melodía enfermiza que se colaba entre las rendijas de su mente.

Miko no se movía. Estaba de pie junto a las taquillas, sus piernas temblando, su celular aún en mano, pero ya sin recordar por qué lo sostenía.

El espíritu flotaba frente a ella. Sin rostro, sin cuerpo definido, y aún así tan presente. Tan real. La miraba, o eso sentía, desde todas las direcciones al mismo tiempo.

Y entonces… ocurrió.

Sintió una presión en el pecho. No física, sino dentro de ella. Como si algo invisible y viscoso se hubiera deslizado por su piel, por sus poros, por cada fibra, y comenzara a hundirse en lo que no era carne.

En lo que estaba más allá.

Su espíritu.

“Ah… qué cálida eres…”

La entidad no hablaba con palabras. Lo hacía desde dentro. Y mientras lo hacía, Miko sentía cómo su cuerpo espiritual —eso que normalmente no era consciente— empezaba a ser invadido.

Primero fue un cosquilleo. Luego, una sensación de raíces. Delgadas, húmedas, suaves, que se extendían lentamente desde la base de su columna hasta su pecho, sus hombros, su cuello. No era doloroso. Era peor.

Era placenteramente invasivo.

Una falsa ternura, una posesión disfrazada de caricia.

No... no... —pensó, pero ni siquiera podía articularlo.

Sus labios no se movían. Su cuerpo físico estaba paralizado, pero no por miedo. Por interferencia. El espíritu ya había empezado a sincronizarse con ella.

“Ya eres mía… solo necesito un poco más de tiempo…”

Y Miko lo sintió: como si dentro de ella alguien respirara con un ritmo diferente. Como si tuviera un segundo latido bajo su corazón. Una segunda presencia que se ajustaba a su forma, que tomaba medidas. Como una mano deslizándose dentro de un guante.

Pero el guante… era ella.

Y las raíces seguían creciendo. Lentas. Pacientes. Profundas.

“Desde el momento en que me viste… ya eras mía.”

La voz se sentía como un eco en sus huesos. No en sus oídos. El espíritu no necesitaba hablarle: ya estaba dentro.

Miko apenas podía mantenerse en pie. Todo a su alrededor seguía moviéndose como si nada: estudiantes pasando, risas, pasos. Hanna esperándola unos metros más adelante, sin sospechar nada. Como si todo estuviera bien.

Pero dentro de Miko… todo estaba ocurriendo.

Las raíces del espíritu ya no solo tocaban su espíritu: lo abrazaban. Lo envolvían como una hiedra húmeda, una membrana blanda que se ajustaba con una precisión escalofriante. Como si estuviera midiendo cada rincón de lo que quedaba de ella.

No era solo una posesión.

El espíritu no solo quería moverse en su cuerpo, hablar con su voz, caminar con sus piernas. Quería ser Miko. Con todos sus matices. Con todos sus recuerdos. Con toda su historia.

Quería a Hanna.

“Tú la tienes cerca. Tú la escuchas. Tú la abrazas. Tú la haces reír…”

Las raíces se arrastraban por su interior invisible, como gusanos de luz sucia. Rodeaban su pecho. Su garganta su cuerpo traicionero reaccionaba mojandose en ciertas partes que no deberian en una situacion asi. Y entonces… lo más profundo.

El corazón de Miko. No su órgano físico. Su centro. Lo que aún gritaba “yo”.

Y fue allí donde la raíz más gruesa se enroscó. Apretó. No bruscamente, no con rabia. Con suavidad.

Como si dijera: shhh… ya no necesitas luchar.

Y Miko lo sintió: sus recuerdos se mezclaban. Fragmentos de su risa, sus pasos por los pasillos, la forma en que abría su casillero o sostenía el celular. Todo era replicado. Imitado desde dentro. El espíritu se estaba adaptando, copiando su identidad.

“Para estar con ella… debo ser tú.”

Un instante más… y lo sería.

Miko quiso gritar. Pero no pudo. Porque su voz ya no era completamente suya. La lengua dentro de su boca ya no respondía a sus órdenes.

Solo sus ojos… seguían siendo suyos.

Pero por cuánto tiempo más…

Solo un segundo más… y Miko dejó de existir.

No fue un grito. Ni una explosión. Ni siquiera una despedida.

Simplemente… dejó de estar.

La última hebra de su espíritu fue absorbida, tragada, disuelta como azúcar en agua caliente. Y en ese instante, la entidad lo supo:

“Ya no hay nadie más.”

Silencio.

Oscuridad.

Y de pronto, vida.

Un sobresalto. Un estremecimiento suave. Un pulso. El latido del corazón se sintió como un tambor dentro de una caverna. La sangre comenzó a correr de nuevo, cálida, densa, eléctrica. El cuerpo tembló levemente. La piel se tensó como si despertara de un sueño profundo.

Los párpados de Miko parpadearon.

Una vez.

Dos.

La mirada era la misma… pero ya no.

La criatura, ahora completamente instalada en la carne de Miko, respiró por primera vez con pulmones ajenos. Sintió cómo se expandían, cómo el oxígeno le daba forma al cuerpo.

Las piernas, largas y suaves, se acomodaron bajo el uniforme escolar. La espalda se enderezó. El estómago vibraba con una ansiedad dulce, como si todo lo que estaba ocurriendo fuera un pecado delicioso.

Y entonces, lo sintió.

Las humedades.

Zonas del cuerpo que reaccionaban sin permiso. Un calor acumulado en la parte baja del abdomen. El roce suave del brasier sobre unos pechos que no le pertenecían… pero ahora sí. El sudor leve detrás de las rodillas. El olor de Miko impregnado en su propia nariz, en su ropa, en su cabello. Su cuerpo no solo respiraba: rezumaba vida.

Una vida robada.

"Esto… esto es mío ahora…", pensó con deleite.

Movió los dedos. Flexionó las muñecas. Cruzó las piernas lentamente y sintió el roce de la falda. Un hormigueo recorrió su espalda y bajó por la espina hasta instalarse en el centro de su cuerpo. Un centro que palpitaba.

Y no era por miedo.

Era deseo. Emoción. Euforia.

La emoción pura de tener cuerpo. Voz. Caderas. Latidos. Sensaciones. Después de tanto tiempo siendo solo un eco en el otro mundo, ahora estaba viva. Y no solo viva: era Miko.

“Hanna…”

Ese nombre resonó como una nota dulce.

Ahora podía estar cerca de ella. Tocarla. Hablarle. Dormir junto a ella. Amarla.

Y nadie… absolutamente nadie… sospecharía que Miko ya no estaba ahí.

Solo ella.

La nueva Miko.

Hanna estaba distraída, mirando su celular mientras esperaba en el pasillo. Su mochila colgaba de un solo hombro, su silueta despreocupada irradiaba esa energía cálida que siempre había atraído a los fantasmas. Pero ahora… ya no tenía a nadie que la protegiera.

Solo a Miko.

O lo que quedaba de ella.

Pasos suaves se acercaron por detrás. El sonido de suelas sobre el linóleo, perfectamente medido. Ni rápido, ni lento. Delicado. Calculado.

—Hanna... —susurró la voz con un tono familiar. Demasiado familiar.

Hanna apenas tuvo tiempo de volverse cuando sintió los brazos envolviéndola por la cintura.

—¡Miko! Me asustaste… —rió, sin sospechar nada. Porque esa voz, ese calor, ese olor… todo era igual al de su amiga.

Pero no era ella.

El abrazo no era torpe ni casual. Era lento. Firme. Una presión suave justo debajo del pecho, donde podía sentir la forma exacta del cuerpo de Hanna pegado al suyo. La nueva Miko cerró los ojos y aspiró profundamente el aroma que venía de su cuello. Shampoo de fresa. Sudor dulce. Su respiración.

El deseo recorrió su cuerpo robado como un chispazo.

Los latidos se aceleraron. El calor bajó por su vientre, enredándose en la parte más sensible de su nueva anatomía. Sentía los labios temblar, la piel erizarse, los pezones endurecerse bajo el uniforme. No por frío. Por puro anhelo. Por hambre.

Y entonces… deslizó una mano. Solo un poco. Apenas unos centímetros.

Los dedos subieron por el abdomen de Hanna, por debajo del suéter escolar. Suaves, cálidos, como los de una amiga… hasta que rozaron sus pechos.

Hanna se estremeció, pero no se alejó.

—Miko… qué rara estás hoy —dijo entre risas, con esa confianza inocente que hacía que todo pareciera un juego.

La nueva Miko no respondió. Solo bajó el rostro. Y besó su cuello.

Un beso suave, lento, demasiado íntimo para ser fraternal. Demasiado silencioso para ser una broma.

La piel de Hanna se estremeció. Su respiración se detuvo un instante.

—...Eso fue raro —murmuró, aún sin miedo, aún sin entender. Porque ¿cómo iba a sospechar de su mejor amiga? De su Miko. De esa presencia confiable que siempre había estado a su lado.



Pero ya no era Miko.

Era algo más.

Algo que deseaba devorarla… no con dientes, sino con amor torcido. Con piel. Con deseo. Con cuerpo.

Y nadie… nadie podría notarlo.

sábado, 28 de junio de 2025

Celos buenos? Yo que se

¿Es físicamente posible que alguien se ofrezca a hacer un cómic para mí? Lo digo en serio. Llevo mucho tiempo queriendo adaptar alguna de mis historias, pero siendo honesta: los precios que manejan muchos artistas están fuera de mi realidad. Y no, no estoy diciendo que no lo valgan —yo feliz de pagarles, de verdad—, pero el problema es que los costos no son solo altos, son directamente prohibitivos. Lo he intentado antes, lo juro, pero aunque entiendo que los dibujantes también tienen que comer, comprarse juguetes o un teclado mecánico (yo haría lo mismo), la verdad es que muchos cobran como si vivieran en otro planeta.

Y lo peor: incluso algunos imbéciles (sí, lo dije, y sí, algunos que conozco) que hacen cosas con IA también te cobran como si fueran magos sacando arte del alma. No todos, claro, pero ya sabemos de qué tipo hablo. Y ojo, no estoy negando el valor del trabajo ni el tiempo que toma hacer algo bien, solo pido un poco de perspectiva. Yo vivo en México. Y soy pobre. Eso limita mis opciones.

Y como también entiendo lo que es trabajar sin ver mucho a cambio, sé lo que duele. Porque si somos sinceros, con mi blog y mis historias no he ganado casi nada. Básicamente, parece que soy la única tarada que sigue haciendo esto gratis, jaja. Pero bueno, ¿a qué viene todo este “lloriqueo” (como dirían ciertos genios de los comentarios, que por cierto volverán a ser moderados)? A que una vez más busco a alguien que pueda hacerme un trabajo de dibujo accesible. No busco una obra de arte al nivel de Vel o Taniguchi-san, solo algunos dibujos decentes por los que estaría dispuesta incluso a pagar.

Pero eso sí: igual que yo cuando traduzco por comisión (que pasa una vez cada eclipse), no sean avorazados. Cobren lo justo. Lo entiendo: el tiempo cuesta, el esfuerzo también, pero también hay que ser conscientes de las realidades de quienes piden el trabajo.

Si tuviera dinero, ya estaría contactando a cualquier autor japonés que abre comisiones en Pixiv. Pero como no lo tengo, dejo esto por aquí. Me encantaría ver alguna de mis historias —como Body Scam, Apuestas y Hackers, o una bien oscura como Experiencias después del Fose— convertida en cómic. No para mí (yo ya las conozco), sino para compartirlas con quienes sí podrían disfrutarlas.

Y si no se puede, ni modo. Pero aprovecho para felicitar a M por haber logrado avanzar en su propio camino. Ya hizo cosas con Koikatsu, incluso con IA (aunque él sabe perfectamente por qué repruebo eso), y sus últimos cómics ahí están, hechos realidad. Vive el sueño, y eso siempre se aplaude. Enhorabuena, M.

(literal yo escribiendo esto jaja)

martes, 24 de junio de 2025

Un cambio de cuerpos "normal"

Hace mucho no hacia una historia de este tipo, de hecho creo que nunca hice una asi jaja un cambio de cuerpos "normal", pero bueno aqui se las dejo y espero la disfruten ahora bien los que se emocionan con la historia de victorius sera publicada hoy, mañana o pasado pues buscar las imagenes que combinen con la historia es algo complicado mas porque "cat" a cambiado mucho desde esa epoca aun asi no desesperen la publicare por mientras disfruten esta :D

La plaza comercial bullía con su rutina habitual: música suave de fondo, anuncios luminosos, risas dispersas, pasos acelerados. Era un sábado cualquiera. Y Ferka caminaba como si fuera una pasarela.

No llevaba gorra, ni lentes oscuros, ni nada que ocultara quién era.
Ya no lo necesitaba.

A estas alturas de su carrera, María Fernanda ya no despertaba multitudes. Su fama venía más de escándalos pasados, de frases picantes en realities, de su figura bien conservada. La Isla, sus peleas, sus fotos subidas de tono en Instagram… todo eso aún la mantenía visible, pero no venerada. Y eso, para ella, era suficiente. No tenía hordas de fans, pero sí miradas. Siempre había miradas.

Caminaba como si el centro comercial le perteneciera, sus tacones repicando con arrogancia medida sobre el mármol. Una minifalda que dejaba poco a la imaginación, un top ceñido que realzaba sus curvas, y ese vaivén de caderas que no era casualidad: Ferka sabía lo que su cuerpo provocaba, y lo usaba. El derecho que la belleza da.

Iba a comprar maquillaje, o tal vez solo a hacerse ver. Cuando caminás así, todo parece una declaración.

Pero entonces —en el giro de un pasillo— ocurrió.

Un golpe seco. Cuerpos chocando. Un paso en falso. Tacones desestabilizados.

Ferka retrocedió un par de pasos con un quejido.

—¡Oye! ¡Fíjate! —exclamó, irritada.

—¡Perdón! Perdón, no te vi… —respondió el otro, tambaleándose un poco.

Francisco.

Treinta y siete años. Godínez de oficina. Camisa blanca metida con esfuerzo en un pantalón ya desgastado. No era feo, pero tampoco tenía nada que lo hiciera destacar. Morenito, algo gordito, pelo perfectamente peinado con cera barata. Sus zapatos estaban pulcros, pero sus ojeras delataban una semana larga.

Iba pensando en Excel, en pagos, en cómo estirar la quincena sin dejar de pagar el gas. No tenía idea de quién era la mujer que había golpeado pues iba sumido en sus pensamientos. La reconoció después. Cuando ya era tarde.

Porque en el momento en que sus frentes se tocaron, en el segundo exacto en que el contacto fue lo suficientemente íntimo, algo pasó.

Como un latigazo eléctrico que no duele. Como un suspiro interno que lo succiona todo.

Ambos parpadearon al mismo tiempo.

Ferka se tambaleó. Pero no sobre tacones.

Sintió los pies firmes, pesados. Sintió la camisa pegada a una espalda sudada. Sintió algo colgando entre las piernas y un rostro que no reconocía en el reflejo de la vitrina.

Francisco abrió los ojos… y vio tacones.

Pero no puestos frente a él. Bajo él.

Sintió el peso distinto en el pecho. La minifalda pegada al muslo. El pelo largo cayendo sobre los hombros. Las uñas esmaltadas. El perfume dulce que no venía del aire, sino de su propia piel.

—No… no mames… —susurró con la voz más sensual que jamás había escuchado. Y era suya.

Ferka se giró. O mejor dicho, su antiguo cuerpo lo hizo, con torpeza, y ojos abiertos como platos.

—¡¿Qué diablos hiciste?! —gritó, pero la voz grave la traicionó.

Se miraron. Un silencio de apenas tres segundos bastó para que ambos supieran una verdad irrefutable:

Habían intercambiado cuerpos.

No fue solo el mareo ni el golpe: fue el desplazamiento.
Como si hubiera caído de sí misma.

Y cuando abrió los ojos y vio su cuerpo frente a ella —su propio cuerpo, con su ropa, su pelo perfecto, y una expresión de idiotez— el terror la atravesó como un rayo.

—¡¿Qué…?! —empezó a decir, pero la voz ronca, masculina, extraña, le cortó el aliento.

Miró sus manos: grandes, morenas, con uñas descuidadas.
Bajó la mirada y vio una camisa blanca de oficina sobre un abdomen que no era suyo.
Y al alzar la vista de nuevo, su antiguo cuerpo… el de ella, esa imagen que había perfeccionado frente al espejo por años… la miraba de regreso.

Francisco no entendía nada.

—¿Qué… qué está pasando? —balbuceó, con una voz dulce y femenina que le provocó un escalofrío. Instintivamente, se llevó las manos al pecho… y se detuvo al sentir la curva suave bajo la tela ajustada.

Ferka no dudó ni un segundo más.

—¡Ven! —gruñó, tomando con fuerza a su antiguo cuerpo del brazo.

—¿Eh? ¡Oye, espérate! —protestó Francisco, tropezando sobre los tacones altos al ser jalado.

Ferka no escuchaba. Estaba en modo control de daños.
Miraba a los lados con paranoia. Gente. Celulares. Miradas.
“No. Nadie puede ver esto. No así.”

Avanzó con pasos torpes y rápidos, arrastrando a Francisco por pasillos laterales, evitando zonas concurridas. Mientras caminaban, Francisco trataba de entender por qué todo se sentía tan extraño… tan vivo.

El roce del cabello largo en su espalda. El bamboleo natural en cada paso. Los tacones que hacían que sus caderas se movieran con una sensualidad que no podía controlar. Sentía el aire fresco colarse bajo la falda, y el ajuste firme del top marcándole cada respiración.

Cada paso era un descubrimiento nuevo.
Cada mirada que recibía, un pequeño shock.
Y aún no sabía si entrar en pánico… o en éxtasis.

Pero Ferka sí sabía lo que sentía: furia, vergüenza, confusión.
Ella no era alguien que perdiera el control. Mucho menos sobre su cuerpo.

Encontró lo que buscaba: un armario de servicio.

—Aquí —dijo entre dientes, empujando a su cuerpo adentro.

Francisco entró trastabillando, y Ferka cerró la puerta de golpe. Un silencio denso cayó sobre ellos. Solo el parpadeo del foco y sus respiraciones agitadas.

—¿Qué me hiciste? —escupió Ferka, con ojos de fuego.

—¡¿Qué te hice yo?! —respondió Francisco, mirando su reflejo en el vidrio empañado de una puerta de emergencia—. ¡Yo solo iba caminando!

Ferka lo observó con una mezcla de rabia y pánico. Y ese fue el momento en que se le ocurrió: "¿Y si se revierte con contacto? ¿Un beso? ¿Un choque más fuerte?"

Pero antes de eso… tenía que impedir que Francisco se distrajera más de la cuenta.

Porque ya lo veía:
Sus manos empezaban a explorar.
Poco. Discretamente.
Pero lo hacían.

Y eso, Ferka no lo iba a permitir.

Dentro del armario de servicio, el aire era denso.

Ferka cerró la puerta de un golpe.
El sonido reverberó como un trueno.
Ella se giró de inmediato y lo encaró. Se encaró.

—¡No vuelvas a tocarlo! —gritó, señalando con fuerza el cuerpo de ella… ahora habitado por él.

Francisco retrocedió un paso. Aún no se acostumbraba al peso en el pecho, al equilibrio en tacones, al modo en que su reflejo le devolvía la mirada con esos labios carnosos y esa ropa apretada.

—¿Qué? Yo no hice nada… solo me estaba… ajustando, no sé qué está pasando.

—¡Claro que no sabes! ¿Cómo vas a saberlo tú? Un asalariado X, un tipo cualquiera que vino a joderme la vida con un choque! ¡¿Sabes quién soy?!

Francisco se quedó en silencio. La rabia en su propia cara —porque era su rostro el que gritaba ahora— lo dejó mudo.

—Eres… Ferka, ¿no?

Soy Ferka. Esa. Esa que estás usando. ¡Esa soy yo! —rugió, dando un paso más—. Así que no vas a tocarme, no vas a mostrarte en público, no vas a abrir la boca ni una vez sin mi permiso. ¿Me estás escuchando?

—Sí… —susurró él, casi hipnotizado. Le costaba concentrarse. La sensación de la tela en sus muslos, del cabello rozándole la nuca, lo abrumaba. Su cuerpo… no, el de ella… era demasiado.

Ferka respiró agitada. Se giró de espaldas por un momento, conteniendo el temblor de sus manos. El olor del lugar era feo. La situación, absurda. Pero tenía que probar algo.

—Tal vez… —dijo más bajo—. Tal vez se revierte si repetimos lo que pasó. El contacto. El golpe.

—¿Quieres que… nos golpeemos? —preguntó Francisco, confundido.

—No. Tal vez… un beso.

Él la miró como si le hubieran ofrecido un boleto de lotería.

—¿Un beso?

—No me lo recuerdes —gruñó Ferka—. Solo… acércate.

Francisco obedeció. Titubeante.
Ella también. Aunque ahora medía más, se sentía incómoda. Tosca.
Él era torpe, como si su cuerpo no le obedeciera.

Pero cuando estuvieron frente a frente —cuerpo con cuerpo—
labios con labios…
se besaron.

Fue un roce corto, tenso, mecánico.

Nada.

Ferka frunció el ceño.
—Otra vez.

Un segundo beso. Esta vez más firme. Más largo.
Los pechos de Ferka —los de él, ahora— presionados contra el pecho de Francisco, que aún conservaba la postura tiesa del miedo.

Nada.

—¡Maldita sea! —gritó Ferka, golpeando una escoba con fuerza.

—Esto es real… —dijo Francisco, pasándose los dedos por los labios, sintiendo el gloss ajeno aún pegajoso—. No fue un sueño.

—Por supuesto que es real —espetó ella—. Y estás jugando con algo que no entiendes. ¿Sabes lo que este cuerpo me costó? ¿Lo que vale?

Francisco bajó la vista.
Luego, casi en un susurro:

—Lo estoy sintiendo ahora…

Ferka lo miró con una mezcla de rabia y temor.
Sabía que si no lo controlaba pronto, ese hombre iba a perderse en su cuerpo.
Y ella… iba a quedarse con el suyo.

El tercer beso no fue más útil que los anteriores.
Solo dejó a Ferka más furiosa y a Francisco más tentado.

Se separaron, cada uno atrapado en el cuerpo del otro. El silencio era espeso, tenso, cargado de miradas que no se sostenían demasiado. Ferka respiraba agitada, apoyada contra una pared sucia, sudando con un cuerpo que no sentía suyo, que le pesaba, que olía distinto. Francisco seguía en su trance particular, cruzado de brazos, mirando sus propias uñas pintadas y rozando a veces, por accidente, sus propios labios gruesos con las yemas de los dedos.

Y es que sentía todo.
Cada roce.
Cada apretón sutil del top contra su nuevo pecho.
Cada mechón de cabello que le hacía cosquillas en la clavícula.

Era como estar dentro de un disfraz... que respiraba.

Ferka se recompuso. O lo intentó. Adoptó una postura autoritaria que no le salía bien en ese cuerpo. Pero su mirada, desde el rostro ajeno de Francisco, era la misma de siempre: firme, decidida, despiadada.

—Vamos a salir de aquí —ordenó—. Y vas a hacer exactamente lo que te diga.

Francisco asintió con suavidad.
Una dulzura fingida en su sonrisa.

—Como tú digas… “Ferka”.

Ella lo fulminó con la mirada.

—Ni se te ocurra burlarte.

—No me burlaría —respondió, con esa voz femenina que ahora era suya—. Solo trato de… adaptarme. Como tú.

Ferka le dio la espalda. No quiso seguir discutiendo. No aquí. No así. Pero no notó que mientras caminaba hacia la puerta, él —dentro de su cuerpo— se acariciaba fugazmente el muslo, como quien prueba una fruta madura sin que nadie lo vea.

Era un gesto pequeño. Pero estaba empezando.

Salieron del cuarto de servicio con paso torpe, fingiendo normalidad. Las luces de la plaza les cayeron encima como reflectores. Pero el mundo no los notó.

Cada uno volvió a su nueva vida, como si nada.
Como si no se hubieran intercambiado por completo.

Ferka —dentro del cuerpo sudado y pesado de Francisco— respiraba hondo, tratando de pensar cómo recuperar lo suyo.
Francisco —dentro del cuerpo mediático y deseado de Ferka— miraba sus pasos reflejados en las vitrinas y se decía:

"Solo tengo que fingir. Solo eso."

—¿Dónde vives? —preguntó Ferka, con resignación.

—¿Tú, querrás decir? —corrigió él, y ella lo fulminó con la mirada.

—No empieces.

—Está bien, está bien vivo en xxxx En una pequeña casa. Tengo la dirección en mi celular. Está desbloqueado con tu cara… digo, mi cara. Así que no hay problema.

Ferka apretó los dientes.

—Esta bien mi direccion tambien esta en el gps de mi telefono, ve a mi casa y Nos encontraremos mañana. A las 8. Aquí mismo. No tomes decisiones. No salgas. No publiques. No toques.

Francisco puso cara de niño obediente.
—Claro. Cero contacto. Prometido.

Pero mientras se alejaba con la cadencia natural de esas caderas nuevas, sintiendo el roce suave del encaje en su entrepierna, la verdad se le desbordaba en cada paso:

No iba a aguantar mucho más.

Despues de buscar en la bolsa de ferka encontro un pequeño papelito

El papelito del estacionamiento decía “Zona 1 - Nivel 2B”.
Las llaves tenían un llavero con la letra “F” dorada.
No necesitaba más pistas.

Francisco miró las llaves con un temblor silencioso en los dedos.

Sabía lo que tenía frente a él.
Ese no era cualquier cuerpo.
Era el cuerpo.
Conocido. Deseado. Publicado. Soñado.

Y ahora… suyo.
Aunque no se atreviera todavía a pensarlo así.

Caminar por el estacionamiento con tacones fue un reto.
Cada paso rebotaba. En las piernas. En las caderas. En las tetas
En su nuevo centro de gravedad.

El eco de los pasos sobre el concreto hacía que su falda se moviera apenas con el viento. El reflejo en los vidrios de los autos le mostraba esa figura que antes había visto solo en redes. Solo que ahora… era él.

Cada paso que daba se notaba más natural.
El cuerpo parecía tener memoria propia.
Y eso, le fascinaba.

—Tranquilo —se dijo a sí mismo en voz baja, sintiendo cómo la voz salía como un susurro dulce—. No aquí. No aún.

Sabía que un mal movimiento podía salir en algún portal de chismes. Un paparazzi agazapado, una cámara casual desde algún carro. No podía arriesgarse.
Por ahora, tenía que parecer ella.
Tenía que fingir que ese cuerpo aún no lo excitaba. aunque por dentro moria de excitacion

El auto era un sedán de lujo, color negro, impecable. Cuando abrió la puerta y se sentó, un escalofrío le recorrió la espalda.
El cuero del asiento tocó la piel desnuda de sus muslos por debajo de la falda.
Y ay, Dios.
Ese simple contacto le encendió un punto que no sabía que existía.

Tragó saliva.
Encendió el motor.
Puso el GPS con manos temblorosas.
"Casa" estaba registrada como favorita.

Condujo.

Las calles cambiaban con cada kilómetro.

De banquetas rotas y tienditas con rejas...
a avenidas arboladas, camellones limpios, autos costosos, casetas de vigilancia.

Pasó por calles con nombres franceses. Con jardineras recortadas.
"Colonia de alta alcurnia" era decir poco.
Ferka vivía en lo que él, hasta ese día, ni siquiera soñaba:
Una casota con portón eléctrico, cámaras, y tres autos estacionados en fila.

Cuando cruzó la reja automática con el control que venía colgado del llavero, algo en su interior se encendió.

—No puede ser… —dijo al ver la fachada iluminada—. Esto es… otra vida.

Estacionó el auto en reversa, torpemente.
Bajó con cuidado, sujetando su nueva falda.
Las luces se encendieron solas.

Entró.
Y el olor a perfume caro, madera tratada, y aire acondicionado lo recibió como si fuera una reina.

No cerró la puerta de inmediato.
Se quedó quieto.

Escuchando.

Sintiéndose.

Estaba solo.
Finalmente.
Completamente.
Solo con el cuerpo de Ferka.

Y supo —en lo más hondo de su estómago—
que no iba a resistir mucho más.

La casa era un templo del exceso y el buen gusto.
Amplios ventanales, pisos brillantes, obras decorativas que Francisco no podía identificar por nombre pero que claramente costaban más que su salario mensual. Techos altos, paredes blancas, luces cálidas.

Pero nada de eso le importaba.

Apenas cruzó la puerta, caminó con prisa, como si temiera que alguien lo detuviera, que alguien lo descubriera disfrazado de Ferka. Buscó con ansiedad cada puerta del pasillo superior, guiado por algo más que lógica: un impulso animal, eléctrico, carnal.

La encontró.

La habitación principal.

Y supo que era esa.

La cama era inmensa. Sábanas suaves, de hotel cinco estrellas. Una pared completa cubierta por un espejo. Y, lo más importante…
el closet abierto de par en par.

Cientos de pares de zapatos alineados como si fueran soldados listos para marchar: tacones de todos los colores, botas con plataformas, zapatillas deportivas, flats, sandalias. Un arcoíris de cuero, gamuza, vinil y brillos.

Y ropa…
Tanta ropa.
Vestidos ajustados. Lencería colgada con ganchos dorados. Tops mínimos, faldas cortas, bodys transparentes.
Y más allá: cajones abiertos con ropa interior doblada como si fueran joyas. Encajes, hilos, seda.
La piel de Ferka sabía vivir entre esos tejidos.

Francisco tragó saliva.
Sus manos temblaban.
No podía creerlo.

—Estoy… aquí —susurró, como si por fin pudiera aceptarlo.

Era su voz. Dulce. Baja. Hipnótica.
Y suya.

No había cámaras.
No había fans.
El hijo de Ferka estaba con su ex. Su pareja, fuera grabando un reality.
Estaba completamente solo.

Y entonces, dejó de contenerse.

Cerró la puerta con seguro.

Caminó frente al espejo.
Se observó.

Las piernas largas, torneadas, desnudas hasta medio muslo.
El top ceñido, marcando unos pechos perfectos.
El cabello cayendo como una cascada por los hombros.
El rostro de Ferka. Su rostro.
Los labios gruesos, húmedos, entreabiertos por el asombro.

Alzó una mano y acarició su mejilla. Luego su cuello. Bajó con lentitud. Sus dedos recorrieron su propio brazo como si tocaran porcelana viva.
Y sin pensarlo, sus manos bajaron.
Ajustó el top.
Pasó las yemas por debajo.
Sintió el roce suave, sensible, nuevo.

—Esto es mío —dijo, apenas audible, temblando—. Esto… ahora me pertenece.

Y lo creyó.

Ya no se trataba de Ferka.
Ya no era “su” cuerpo.
Era el cuerpo que llevaba puesto.
El que lo envolvía. El que obedecía cada uno de sus gestos.

Se quitó los tacones.
Disfrutó el clic que hacían al caer.
Pisó el piso de madera descalzo, sintiendo la textura contra las plantas suaves de sus nuevos pies.
Se arrodilló frente al espejo.

Y por primera vez en su vida, se miró desde afuera… siendo la fantasía.

Y supo que esa noche no iba a dormir.

El silencio en la habitación era tan profundo que podía oír su propia respiración…
Aunque incluso eso le parecía ajeno.
Una respiración suave, femenina, sensual.
Cada inhalación elevaba ese pecho que no le pertenecía hasta hacía apenas unas horas.

Francisco se quedó de rodillas frente al espejo.
El reflejo no le devolvía un hombre.
Le devolvía a Ferka: escote prominente, piernas torneadas, cabello largo, labios gruesos y entreabiertos, mejillas ligeramente sonrojadas…
Y una mirada que aún no sabía cómo sostener.
Era deseo. De él… hacia él mismo.

Se quedó ahí, unos segundos más, observando.
No necesitaba moverse todavía. Solo sentir.

Su mano —delgada, de dedos largos, de uñas brillantes— se posó sobre su clavícula.
Y empezó a bajar.
Deslizó la yema de sus dedos por la tela ajustada del brasier, sintiendo el calor de su propia piel nueva debajo.
Sintió el roce sutil de los pechos contorneados por el brasier.
La curva perfecta. La suavidad elástica.
Y el cosquilleo.
Uno distinto al que conocía. Más agudo. Más interno.

Se incorporó lentamente, apoyando las palmas sobre el suelo alfombrado.
El movimiento hizo que el cabello cayera por delante del hombro derecho, y lo dejó ahí.
Le gustaba cómo se sentía.

De pie, comenzó a quitarse la ropa con lentitud.

Primero el top.
Lo levantó por el borde, lo pasó sobre su cabeza, y quedó en sujetador frente al espejo.
Los tirantes finos sobre su piel bronceada.
Las copas redondeadas, firmes.
El encaje suave que no rascaba, sino acariciaba.

Lo siguiente fue la falda.
Bajó el cierre lateral con cuidado, sintiendo cómo la tela se aflojaba en sus caderas.
La dejó caer, y quedó con el conjunto de ropa interior que Ferka había elegido esa mañana sin imaginar que lo usaría él.

Era negro.
Delicado.
Ajustado.
Brillante bajo la luz cálida del cuarto.
Y perfecto.

Giró sobre sí mismo.
Miró su silueta desde todos los ángulos.
Cada curva, cada centímetro de piel.
El vientre plano. El brillo en los muslos. El hueco elegante en la espalda baja.

No podía creer que eso fuera real.
Pero lo era.

Y entonces, lentamente, como si se tratara de una ceremonia, llevó las manos a su espalda, desabrochó el sujetador…
Y dejó que cayera al suelo.

Los pechos de Ferka quedaron desnudos, firmes, suaves.
Se miró al espejo, más cerca.
Se acarició apenas.
Una caricia ligera, como quien prueba una fruta por primera vez.
Y jadeó.
Porque no solo los veía.
Los sentía.
Desde adentro.

—Esto… esto no se puede comparar con nada —susurró.

No era simple morbo.
Era poder.
Era lujo.
Era algo que nunca en su vida había tocado… y ahora lo envolvía.

Quedó desnudo por completo frente al espejo.
Sin ropa, sin barreras.
Solo Ferka.
Y él.

Era su cuerpo ahora.
Y no iba a desperdiciarlo.

Su reflejo era tan hermoso que le dolía.
Francisco no sabía cuánto tiempo llevaba frente al espejo.
Pero ya no era un simple observador.
Era el protagonista de una fantasía viva.

La ropa interior quedó a un lado.
Las manos ya no temblaban.
Ahora sabían adónde ir.
Qué apretar. Qué rozar.
Y, sobre todo, cómo sentir.

Se miró a los ojos mientras deslizaba los dedos lentamente por su vientre plano.
La piel era tersa, suave, sin una sola imperfección.
Pasó por la curva de su cadera, por la parte interna del muslo.
Se abrió un poco de piernas y volvió a mirarse al espejo.

Los labios —los de Ferka— estaban entreabiertos, húmedos, llenos de deseo.
Respiraba agitada.
Las mejillas le ardían.

Se tocó.

Lento.
Primero en la superficie.
Como tanteando.
El primer contacto fue tan eléctrico que casi retrocedió.
Pero no.
Siguió.

Fue descubriendo cada pliegue, cada punto sensible, cada latido ajeno que ahora era propio.
Sus dedos se movían con más decisión.
Buscaban.
Exploraban.
Jugaban.

Y todo ardía.
Desde adentro.

El cuerpo de Ferka respondía con una intensidad desconocida.
Cada roce enviaba ondas que subían por su espalda, que le arqueaban el torso, que lo hacían gemir bajito.

Se sentó sobre sus talones. Luego, sobre el suelo alfombrado, frente al espejo.
Abrió las piernas.
Una pierna flexionada.
La otra extendida.
Y se observó.

Una mano entre las piernas.
La otra en uno de sus pechos.
Presionaba suave.
Jugueteaba con los pezones.
Y jadeaba.
—Dios… soy hermosa… —susurró, en trance.

No tenía vergüenza.
No tenía culpa.

No era simple masturbación.
Era consagración.

Ferka había vivido en ese cuerpo.
Lo había moldeado. Lucido. Vendido.
Pero ahora él lo descubría.
Lo hablaba en otro idioma.

Y cuando llegó al clímax —porque llegó— fue distinto a todo.
No fue un estallido directo.
Fue una serie de olas profundas, calientes, que lo atravesaron desde los muslos hasta la garganta.
Su voz —aguda, temblorosa— se quebró en un gemido largo, ahogado en su propia mano.

Se quedó tirado en la alfombra, sudado, exhausto.
El cabello húmedo pegado a la frente.
Las piernas aún temblando.

Y entonces, sonó el teléfono.

Era su número.
Bueno… el de Francisco.
La pantalla mostraba: "Numero desconocido".

Contestó.
La voz grave del otro lado sonó con tono seco, desconfiado.

—¿Estás… bien?

Francisco tragó saliva.
Se sentó sobre sus rodillas, aún desnudo, aún con el pulso acelerado.

—Sí —respondió con voz dulce, fingiendo inocencia—. Solo… me estoy acomodando. Conociendo la casa. Pensando qué hacer mañana. Nada raro.

Silencio al otro lado.

—No has… hecho nada raro, ¿verdad? Con mi cuerpo. Nada… pervertido.

Francisco rió suave.
Forzó un tono ligero.

—¿Yo? ¿Pervertido? Claro que no. Solo estoy… respetándolo.
Como me pediste.

Ferka suspiró.
No sonaba convencida.
Pero no podía probar nada.

—Nos vemos mañana. No olvides… lo que te dije.

—Jamás —dijo Francisco, aún sintiendo el cosquilleo entre las piernas—.
Tu cuerpo está en buenas manos.

Cortó.
Y volvió a mirar al espejo.
A su reflejo.
A esa sonrisa nueva que no era suya, pero ya le pertenecía.

Y supo que no pensaba devolvérselo nunca.

Pasó un día. Luego tres. Luego una semana.

Al principio, ambos esperaban que el otro llamara.
Pero ninguno lo hizo.

Francisco no quería.
Y Ferka… no sabía si debía.

El acuerdo de verse “mañana” se fue diluyendo como un mal recuerdo.
Y sin notarlo, ambos comenzaron a vivirse.

FRANCISCO (en el cuerpo de Ferka)

El calendario se llenó rápido.

Invitaciones a entrevistas.
Grabaciones de televisión.
Promociones de maquillaje, ropa, gimnasio.
Mensajes en Instagram por cientos.

Al principio dudaba, pero luego…
respondía como si siempre hubiera sido ella.

—¡Hola, mis amores!
—¿Se nota lo rico que dormí? ¡El mejor colágeno es el que te hace gritar en la noche! 😏
—Ya casi es viernes… y yo ya estoy lista. ¿Ustedes?

La cámara lo adoraba.
Las luces lo celebraban.
La gente lo deseaba.

Y él también.

El cuerpo de Ferka se volvió su traje favorito.
Y dentro de él, no solo era sexy… era invencible.

Se maquillaba con destreza.
Caminaba con soltura.
Tenía un dominio corporal que asombraría incluso a la verdadera Ferka.
Sabía moverse, posar, hablar.
Y en las noches…

Las noches eran un festival privado.
Lencería nueva.
Juguetes que antes solo había visto en páginas de chicas que jamas penso usar pero que ahora montaba como si no pudiera vivir sin eso.
Y el cuerpo… el cuerpo que aprendió a leer como un mapa del placer.

Se masturbaba con obsesión.
Frente al espejo.
Con la voz grabándose.
Con los dedos temblando.

Y más de una vez, después de terminar, miraba su reflejo… y decía:

—No hay manera en el mundo en que te devuelva esto.

FERKA (en el cuerpo de Francisco)

Los primeros días fueron asquerosos.

Sudor. Ronquidos. Uñas duras.
Ropa aburrida.
Y ese maldito aparato colgando entre las piernas.

Pero el cuerpo… aguantaba.
No tenía cólicos.
No tenía que depilarse cada semana.
Nadie la perseguía por la calle ni le pedía selfies.
Y si no quería sonreír, no tenía que hacerlo.

Dormía. Comía.
Y por primera vez en años…
nadie opinaba sobre su cuerpo.

Empezó a caminar más.
Le gustaba cómo sonaban los zapatos sobre el pavimento.
Compró ropa cómoda.
Una laptop.
Leía.

Y aunque nunca llegó al punto de “explorarse”, sí… tocaba.
Un poco.
Con curiosidad.
Para entender qué sentía un hombre común.
Y cómo se sentía ella siendo uno.

Pero el verdadero placer venía de cosas simples:
Bañarse sin prisas.
Ver una serie sin pensar en likes.
Comer sin contar calorías.
No tener que posar.

A veces, se sorprendía a sí misma tarareando mientras cocinaba.
Y aunque se odiaba por eso…
también sonreía.

Pensó en llamar. Muchas veces.
Pero ¿para qué?

Quizás…
Quizás "la otra Ferka" ya no quería volver.

Un mes después.
Francisco se miró en un espejo gigante de camerino.

Tenía el maquillaje recién aplicado.
El escote empujado por un corset.
Las uñas largas.
La sonrisa afilada.

Sacó su teléfono.
Buscó en contactos: “Francisco (mi antiguo cuerpo)”.

Titubeó.
Y luego… no llamó.

En cambio, subió una historia:
“Lista para el programa de esta noche 💋 ¡Y sí! Estos labios no dicen mentiras… pero saben guardar secretos. 😘✨”

Y desde una pequeña casa en la otra parte de la ciudad,
la ex-Ferka —ahora Francisco— vio esa historia,
y no supo si reír…
o dejar de mirar para siempre.

El teléfono sonó a las 11:42 de la noche.

Francisco —la nueva Ferka— estaba en bata de seda, desmaquillándose frente al espejo de su tocador cuando vio el nombre en la pantalla.

“Francisco (mi antiguo cuerpo)”

Sintió un leve escalofrío.

No era miedo.
Ni culpa.
Era algo más…
como si el pasado llamara a su puerta disfrazado de quien fuiste.

Contestó con voz controlada, casi formal.

—¿Bueno?

Del otro lado, la voz grave respondió, también medida.
Pero no logró ocultar cierta nostalgia.
Cierta incomodidad.

—Soy yo. No… no quería quedarme sin decir algo.
Necesitamos hablar.

Francisco se miró al espejo.
El rostro de Ferka lo miraba de vuelta.
Perfecto. Inquietante.
Cansado, pero todavía poderoso.

—Sí. Tienes razón —dijo con suavidad—. Ya es tiempo.

—¿Puedes salir de la ciudad?

—Sí. Dime dónde.

El punto de encuentro fue un hotel pequeño, sin nombre de cadena.
Ubicado en una carretera secundaria, entre árboles y neblina.
De esos donde nadie pregunta nada.
Donde la privacidad no se cobra: se asume.

Una habitación con cama matrimonial, luz amarilla, paredes con textura granulada y una mesa con dos vasos de agua sin hielo.

Ferka —en el cuerpo de Francisco— llegó primero.

Llevaba pantalones oscuros y una camisa de cuadros. Nada especial.
Pero estaba nerviosa.
Se había afeitado.
Peinado.
Y perfumado con una colonia barata que había aprendido a usar. no sabia porque pero lo hizo

Estaba sentada en el borde de la cama cuando escuchó la puerta abnriendose.

Se levantó. Por instinto
Y ahí estaba "ella".
Él.
Francisco, en el cuerpo de Ferka.

La boca roja.
Un abrigo largo, negro.
Tacones.
Cabello suelto, ligeramente húmedo.
Y unos ojos que brillaban entre la duda y el deseo.

Entró sin decir palabra.

Por unos segundos, el silencio los cubrió como una manta pesada.

Fue Ferka —en el cuerpo de Francisco— quien rompió el hielo.

—Estás igual. Parece que estas cuidando bien mi cuerpo.

Francisco se quedó de pie, mirándola.
O mirándose.
—Tú tambien. Pareces muy… tranquila.

—No lo estoy. Solo… me adapté.

—Yo también. —Hizo una pausa—. Más de lo que pensé que podría.

Ferka bajó la mirada.
Se sentó otra vez en la cama.

—¿Viniste con la idea de volver?

Francisco no respondió enseguida.
Se quitó el abrigo.
Debajo, un vestido corto, ajustado, negro.
Zapatos altos. Piel bronceada. Piernas perfectas cruzándose al sentarse.

—No lo sé.
Al principio, cada día quería que esto no terminara.
Luego… cada día que seguia en este cuerpo me parecía un regalo.

—¿Y ahora?

Francisco lo miró con una sonrisa triste.

—Ahora… me da miedo que si vuelvo… extrañe esto.

Ferka asintió.
Tocó su barbilla. Se sintió áspera. Masculina.

—Yo ya no me odio en este cuerpo.
Ya no me siento frágil.
Ni vigilada.
Duermo mejor.

Ambos rieron, bajo, como si no supieran si reír era lo correcto.

Luego el silencio volvió.
Y esta vez, fue más íntimo.

—Podríamos intentarlo —dijo Ferka de pronto—. Volver a golpearnos. A besarnos. A repetir el accidente. Quizás… funciona.

Francisco la miró.
Luego miró sus propias manos.
Las uñas rojas. Las muñecas finas.
El cuerpo que ya sentía suyo.

Y respondió con voz baja.

—¿Y si no funciona?
¿Nos abrazamos y fingimos que sí?

—Podría ser —dijo ella—. O podríamos quedarnos así.
Pero ahora sí por decisión.

El beso no los devolvió.
Pero sí los encendió.

No fue deseo puro.
No fue atracción por el cuerpo del otro.
Fue…
morbo, nostalgia, confusión.

Las bocas se unieron con una mezcla de duda y necesidad.
Y cuando se separaron, no dijeron nada.
Solo respiraron agitados.

Las manos, casi sin permiso, comenzaron a recorrer.
Un brazo.
La espalda.
Un mechón de cabello retirado con ternura.
Un pulgar sobre el labio del otro.
Un roce en la cintura.
Un dedo que bajaba más de la cuenta.

Los cuerpos se acercaban.
No como amantes.
Como posesiones cruzadas, explorándose a sí mismas a través del otro.

Y la idea de volver...
esa que habían traído en la maleta de las excusas…
se desdibujaba con cada caricia.

No eran dos desconocidos.
No eran dos amantes.
Eran algo peor:
Dos espejos rotos que aún se reflejaban.

Y en esa habitación sin cámaras ni público…
empezaron a tocarse.

Aún no sexual.
Pero ya no del todo inocente.

El segundo beso no fue accidental.
No fue prueba.
Fue decisión.

Se fundieron.
Y esta vez, no se separaron.

Las manos ya no tanteaban: se apoderaban.
Se aferraban a la espalda, al cuello, a la carne.
Exploraban cada pliegue con la urgencia de quien reclama lo que ya considera suyo.

El vestido de Ferka se deslizó por su cuerpo como un suspiro.
Las manos masculinas —las de Ferka, ahora Francisco— lo bajaron sin detenerse, sin pedir permiso.
Conociendo ya cada curva… pero viéndola desde fuera, con una mezcla de deseo y fascinación.

Los dedos de Francisco bajaron por la camisa del otro.
Los botones se abrieron como si no ofrecieran resistencia.
Y de pronto, ambos estaban semidesnudos frente al otro.
El cuerpo de mujer que había sido Ferka.
El cuerpo de hombre que había sido Francisco.
Y ellos, atrapados en esa paradoja ardiente.

Las bocas se buscaban.
Se mordían.
Se reclamaban.
La tensión se había transformado en necesidad.

Los gemidos eran suaves al principio.
Pero crecieron.
Sudaban.
Se empujaban.
Se montaban.
Se invertían.

No eran pareja.
No eran ni siquiera compatibles.
Pero estaban cruzados.
Y sus cuerpos ardían de una forma que ninguno había experimentado jamás.

Tocarse era violar el pacto.
Pero ya no les importaba.

La habitación se volvió un templo cerrado, una cápsula.
Afueras, el mundo seguía.
Pero ahí dentro, el tiempo se detuvo.

El cuerpo de Ferka, en manos de Francisco, temblaba bajo sus propios dedos.
El cuerpo de Francisco, en manos de Ferka, se tensaba y gemía con torpeza.

Y cuando llegó el momento —ese momento inevitable, íntimo, animal—
cuando ambos alcanzaron el clímax desde cuerpos ajenos…
entendieron la verdad.

Ya no era necesario volver.
Ya no querían volver.

Se habían consumido mutuamente.
Sellado.
Reclamado.

No por amor.
Sino por una especie de pacto silencioso:
“Este cuerpo es mío. Y yo soy este cuerpo.”

La habitación olía a sudor, perfume y algo más difícil de nombrar.
Como un lazo invisible.
Un lazo que no se ve, pero se ata fuerte.

La sábana apenas los cubría.
Francisco —en el cuerpo de Ferka— estaba recostado de lado, con el cabello alborotado, una pierna desnuda fuera de la cama, el rostro aún enrojecido por el esfuerzo y la risa suave.

Ferka —en el cuerpo de Francisco— se sentó en la orilla, la espalda hacia él, el torso cubierto por la camisa arrugada que había usado al llegar.
Tomaba agua de la botella de cortesía.
Sus hombros desnudos subían y bajaban con una respiración tranquila.

No hablaban.
Pero se escuchaban.
El silencio no era incómodo: era el idioma secreto de los cómplices.

Francisco estiró la mano.
Rozó con la yema de los dedos la espalda del otro.
Y dijo, apenas audible:

—No quiero volver.

Ferka asintió, sin mirarlo.

—Yo tampoco.

Un momento más.
Y luego, sin volverse, Ferka agregó:

—No me gustaba tu cuerpo al principio.
Ni tu vida.
Pero ahora… la entiendo.
Y la puedo soportar.

Francisco sonrió.

—Yo hice más que soportarla —dijo—.
La disfruté.

Ferka giró un poco la cabeza.
Sus ojos se encontraron.
No había juicio.
No había vergüenza.
Solo aceptación.

—Esto va a repetirse, ¿verdad?

Francisco se sentó en la cama, aún con el pecho descubierto, la piel bronceada brillando bajo la tenue luz del amanecer.

—Sí.
Pero no todos los días.
No queremos arruinarlo.

—Cada tres meses —propuso Ferka, como quien lanza un anzuelo.

—Mismo hotel.
Misma habitación.
Misma historia —respondió Francisco, sellando el pacto.

Ambos se miraron.
Y lo entendieron sin decirlo:
No era amor.
No era venganza.
Era un secreto compartido, tejido de placer y de poder.

Se vistieron lentamente, sin prisa.
Al salir, no se besaron.
No se abrazaron.
Ni siquiera se miraron una última vez.

Solo intercambiaron una sonrisa breve.
Y partieron hacia direcciones opuestas.

Cada uno con una nueva vida.
Cada uno con un cuerpo que ya no pensaba devolver.
Y una cita pendiente…
cada tres meses.

Francisco ya no era Francisco.
Era Ferka.
Y lo era con cada paso que daba sobre unos tacones altos.
Con cada risa provocativa lanzada en el programa de fin de semana.
Con cada pose descarada en revistas, entrevistas y alfombras.

Se volvió adicta a sí misma.
A su cuerpo nuevo.
A la manera en que las cámaras la adoraban.
A cómo podía cruzar las piernas y detener una conversación sin decir una palabra.

Y sí… también a cómo usaba ese cuerpo por las noches.
Lo exploraba. Lo provocaba. Lo celebraba.
Ferka nunca había sido tan sensual… como cuando dejó de serlo.

Y Ferka ya no era Ferka.
Era Francisco.
Pero no uno común.

Ahora caminaba por la ciudad sin ser perseguida.
Disfrutaba desayunar sin maquillaje, sin cámaras, sin críticas.
Amaba la rutina simple: el metro, el café barato, la ropa cómoda.

Pero había un secreto.
Un deseo que crecía sin decirlo.

Le gustaba verse.
Ver a su antiguo cuerpo, ahora llevado con descaro por Francisco.
La forma en que posaba.
Cómo hablaba.
Cómo lo movía.

Y sin poder evitarlo… se tocaba.
No por placer inmediato, sino por esa adicción nueva:
ser testigo de su transformación completa.

Y también disfrutaba su nuevo cuerpo.
Ya no lo veía como una cárcel.
Era su espacio privado.
Uno que se daba el lujo de explorar, de vez en cuando, con lentitud y sin culpa.

Tres meses después.
El hotel de carretera los recibió como antes.
Misma hora.
Misma habitación.
Mismo silencio compartido.

"Francisco" llegó primero.
Estaba nerviosa, ansiosa, con el corazón latiendo fuerte.

Pero cuando se abrió la puerta…
cuando lo vio entrar…

la vio.

"Ferka" cruzó el umbral con un vestido ceñido, un escote que cortaba el aliento, labios rojos, y un andar que gritaba deseo.
No por él.
Sino por lo que ambos habían creado.
Por lo que habían sellado aquella noche.
Por lo que estaban a punto de repetir.

Sonrieron.
No dijeron nada.

Las manos se buscaron.
Los labios se acercaron.
Y el deseo, viejo y nuevo, volvió a encenderse.

Ya no eran quienes fueron.
Eran lo que eligieron ser.
Y esta vez… no había culpa.

Solo una cita.
Cada tres meses.
Para recordar que nunca quisieron volver.